La reconfiguración geopolítica que comienza a delinearse en el inicio del segundo cuarto del siglo XXI requiere un análisis más riguroso de los centros de poder que dan forma a las relaciones internacionales. En este contexto, la noción de la periferia global ya no se considera únicamente como el conjunto de regiones y países que rodean a los Estados Unidos, ni mucho menos como los continentes que estuvieron subyugados por el control europeo. Por el contrario, el actual escenario de dominación versus dominados es mucho más heterogéneo.
Este análisis no considerará a la Unión Europea, no porque no represente una fuerte influencia en el tablero geopolítico, sino por su composición política y la alta burocracia que limita su capacidad de afrontar sus desafíos y, por ende, de ejercer un mayor poder fuera del continente. Considerando tres factores, podemos definir quiénes son los zares políticos de este segundo cuarto de siglo: su sistema político-económico, su poder duro y su poder blando.
En primer lugar, los sistemas político-económicos de China, Estados Unidos y Rusia les han permitido, durante décadas, expandir su poder e influencia en el tablero geopolítico a través del comercio, la democracia o la diplomacia de cualquier tipo. Comencemos con China, un país cuyo sistema es unipartidista comunista, con una economía de mercado que se ha convertido en la llamada “fábrica del mundo”. La singularidad del modelo chino radica en que, aunque cambiar el sistema político centralizado parece imposible, sus políticas se han rediseñado para integrarse al mercado comercial global, lo cual contrasta particularmente con el sistema estadounidense.
Estados Unidos de América es una democracia liberal, con un sistema fuertemente capitalista, en el que el Estado tiene menor injerencia en el mercado que otros países desarrollados, lo que restringe su capacidad de cambiar sus políticas centrales, aun cuando el gobierno cambie cada cuatro años. Sin embargo, se observa una tendencia hacia un modelo más gerencialista, en el cual los actores tradicionales del capital ceden protagonismo a estructuras corporativas, generando el riesgo de una oligarquización del poder económico.
Por su parte, Rusia se configura como una autocracia contemporánea con fachada democrática. El cambio histórico de los zares hacia una oligarquía moderna ha implicado la concentración del poder en una élite reducida que ejerce control tanto político como económico.
No obstante, la relevancia de estos tres países yace mayormente en su poder, tanto duro como blando. Estados Unidos posee el ejército más poderoso del mundo, con bases en todas las regiones, además de su maquinaria propagandística y el dólar como moneda comercial global. En cambio, China se ha beneficiado de su crecimiento económico, posicionándose como la segunda mayor economía del mundo, con uno de los mercados tecnológicos más innovadores. La Ruta de la Seda y su política internacional de inversión y no intervención en asuntos domésticos le han permitido sacudir la esfera de influencias existente desde el fin de la Guerra Fría.
Rusia, aunque se encuentra aislada y sumida en sanciones, posee recursos naturales que le han seguido dando relevancia a su economía. Gas, petróleo, producción de armas, redes de manipulación de la información y un sentido de pertenencia de gran parte de los habitantes de las exrepúblicas soviéticas le han otorgado la capacidad de disrumpir el orden occidental. El ejemplo más claro son los efectos de la guerra en Ucrania, que se han experimentado en todo el hemisferio norte occidental.
En síntesis, China, Estados Unidos y Rusia convergen en una lucha constante por el mantenimiento del poder y el cambio del orden mundial. Mientras Estados Unidos busca conservar dicha supremacía, la República Popular China considera legítima su aspiración a ser la mayor potencia mundial sin romper completamente el actual sistema global, y Rusia está enfocada en volcar el actual tablero geopolítico.
El autor es internacionalista.