Al parecer, no hay forma de cambiar el destino oscuro que arrastra nuestro país desde que nació como nación independiente. Recientemente, se le ha añadido más descrédito a esa historia. Me refiero al cuestionable asilo concedido por el presidente colombiano Gustavo Petro al convicto Ricardo Martinelli.
Según los tratados internacionales firmados por Colombia y Panamá sobre indultos y amnistías —y los procedimientos para su otorgamiento—, ambos beneficios sólo pueden concederse a personas perseguidas por motivos políticos debidamente comprobados. El indulto es un beneficio individual y la amnistía, uno colectivo; pero en ambos casos es indispensable la existencia de una persecución política o un delito político. Dichas figuras están claramente definidas tanto en el Código Penal como en el Código Electoral panameño, con una claridad tal que resulta comprensible incluso para los no iniciados en derecho.
En el caso de Martinelli, no existió en ningún momento ni persecución ni delito político. Fue condenado por una jueza penal de un juzgado ordinario de circuito, conforme al antiguo sistema inquisitivo, y bajo estricto respeto al debido proceso. Además, fue hallado culpable por corrupción y lavado de dinero: delitos comunes, alejados de cualquier motivación política.
Martinelli, en sus frecuentes y poco serios espectáculos mediáticos, llegó a alegar que el entonces presidente Laurentino Cortizo y el vicepresidente José Gabriel Carrizo querían asesinarlo. Sin embargo, el silencio de ambos ante tal afirmación hace pensar que, si algo provocaba, era risa.
Dicho esto, tanto Daniel Ortega, presidente de Nicaragua en su momento, como Gustavo Petro, actual presidente de Colombia, han violado los principios del derecho internacional en materia de asilo. Han desvirtuado un mecanismo concebido para proteger a personas perseguidas por regímenes autoritarios, usándolo en cambio para encubrir a un delincuente condenado en firme.
Petro y Ortega no solo incurrieron en un posible encubrimiento, sino que además facilitaron la evasión de Martinelli, quien debía cumplir una condena de prisión y terminó huyendo del país. Esta fuga representa una burla descarada al Órgano Judicial, al Ministerio Público y a toda la ciudadanía honesta. Y lo más grave: esas mismas instituciones han permanecido pasivas, sin agotar los recursos legales nacionales e internacionales, incluida la vía ante la Corte Penal Internacional, para frenar este abuso.
El silencio y la inacción institucional ante esta evasión apestan —por decirlo con claridad— a complacencia o complicidad, cuando no a sobornos o negociaciones turbias.
El autor es profesor y abogado.