Hace algunos años, la académica Zeynep Tufekci, estadounidense de origen turco, lanzó una advertencia que hoy resuena con especial vigencia: “Las plataformas digitales no solo amplifican la desinformación, sino que la convierten en una herramienta poderosa para manipular la información pública.” Esta afirmación anticipó el núcleo del problema que afrontamos hoy: hemos transitado de un ecosistema informativo regulado por estándares periodísticos a uno donde ciertos medios digitales actúan como arquitectos de realidades alternas, diseñadas estratégicamente para servir a intereses particulares.
Mientras los medios tradicionales operan bajo códigos de ética, filtros editoriales y cierto grado de rendición de cuentas, los medios digitales, en cambio, responden principalmente a los intereses de sus creadores y patrocinadores. Las “granjas de contenido”, los portales pseudoperiodísticos y los influencers pagados no pretenden informar, sino persuadir; no aspiran a enriquecer el debate público, sino a secuestrarlo. En este ecosistema distorsionado, la métrica de éxito ya no es la veracidad, sino el engagement; no el rigor informativo, sino la viralidad.
El impacto de esta transformación es doble y profundo. En el plano personal, la saturación de desinformación erosiona nuestra capacidad de pensamiento crítico y nos lleva a consumir sin cuestionar narrativas que, aunque emocionalmente resonantes, pueden ser falsas o deliberadamente manipuladas. En el plano colectivo, se socava la posibilidad misma de una esfera pública democrática: cuando los hechos se vuelven negociables, el diálogo se hace imposible y la política se degrada hasta convertirse en una guerra de narrativas.
Los ejemplos se multiplican como esporas en las redes sociales: campañas orquestadas para desacreditar resultados electorales, pseudonoticias diseñadas para difamar personas e instituciones, tergiversaciones de hechos históricos, distorsión de verdades científicas y mercantilización de teorías conspirativas sobre temas políticos y sociales. En todos estos casos, la arquitectura misma de las plataformas —con sus algoritmos que premian el escándalo, los titulares sensacionalistas y la economía de la atención— no funciona como un simple canal neutral, sino como un facilitador activo de contenidos nocivos.
Este fenómeno también tiene un reflejo claro en Panamá. Basta con realizar un muestreo aleatorio en distintas redes sociales para comprobar cómo, en poco más de dos años, han proliferado medios digitales con “fines” muy diversos, aunque la mayoría ha optado por el sensacionalismo e incluso por una comunicación mercenaria, enfocada en destruir adversarios políticos. Estos nuevos actores han ocupado el espacio informativo que antes dominaban los medios tradicionales y se han convertido en la fuente principal de noticias para un amplio segmento de la población.
Ante este panorama, la solución no pasa por añorar un pasado mediático idealizado. El verdadero camino debe ser la construcción de una ciudadanía digital formada e inteligente, capaz de ejercer discernimiento y pensamiento crítico, fortalecida por una alfabetización mediática sólida y una actitud de escepticismo sistemático. Como usuarios, estamos llamados a exigir transparencia algorítmica y, sobre todo, a asumir la responsabilidad personal de —por el amor de Dios— verificar antes de compartir. Como sociedad, urge promover regulaciones inteligentes que equilibren la libertad de expresión con la protección del espacio público frente a la intoxicación informativa masiva.
Considero que los medios digitales no solo han reconfigurado la manera en que consumimos información, sino también la forma en que construimos la realidad. Debemos reconocer que la desinformación es una característica estructural, no un fallo ocasional, del sistema. Aceptar esta premisa constituye el primer paso para desmontar su poder y reclamar el derecho a un debate público basado en hechos compartidos, no en ficciones convenientes.
El autor es administrador de empresas.

