La vida es un vivir desvivido por amar y una fuente inagotable de anhelos. Esto nos demanda un espíritu pensativo, profundo y conciliador, ya que todo renace de lo alto y se regenera en comunión de pulsos.
Ojalá que la tradicional visita de estos días a las tumbas de nuestros difuntos sea un momento, además de preciso para la deliberación interna, también dotado de respuestas por lo que significa de peregrinación terrenal hacia la patria del cielo.
Es precisamente este soplo ensimismado con la pureza de la composición lo que nos hace transitar sin temor a la muerte, manteniendo la vigilancia mística que nos prepara para afrontarla con serenidad. No olvidemos que lo importante de un penitente es hacer penitencia, corregir errores y reprender actitudes. ¡Enmendarse!, en suma.
En efecto, el camino hacia la inmortalidad está en el poema cultivado, en el verso que he vuelto a ser, en la gloria del regreso a la inspiración más nívea, sustentada en conocerse a sí mismo para poder restaurar nuestros propios andares. Sea como fuere, a poco que nos adentremos en nuestros latidos descubriremos que las diversas existencias están profundamente unidas unas a otras, hasta el extremo de que nuestros pasos por aquí abajo —el bien y el mal que cada uno realiza— afectan siempre a los demás.
Tanto es así que las tumbas son casi un reflejo del mundo. Recorrer los cementerios es peregrinar mar adentro en busca de consolación, a través de un sueño marcado por la esperanza de lo perpetuo.
La eternidad, aparte de enternecernos, nos alienta a dirigir la mirada hacia lo celeste, con una humanidad cada vez más universal, y a digerir una invocación común de armonía para quien ha vivido, para quien vive y para quien vivirá. Lo significativo es llenarse de luz, traspasar el horizonte de la entrega, siendo incapaces de permanecer pasivos e indiferentes ante las necesidades del prójimo, en una era marcada por las transiciones urbanas y digitales.
La apuesta se hace cada día más palpable, promoviendo pueblos y ciudades inteligentes centradas en las personas, lo que nos exige dar prioridad a las necesidades humanas, la inclusión y la accesibilidad. Desde luego, eso está muy bien, pero lo nefasto radica en cultivarse sin reflexionar: sería como malgastar la energía de la continuidad viviente.
Demos tiempo al tiempo. Seguramente entonces el ignorante se reafirmará, mientras el ilustrado con la cátedra de la existencia sobrevivida comenzará a dudar y a interrogarse. Ciertamente parece que el mundo se ha vuelto mucho más racional y que incluso pensar en la muerte es un ejercicio de recapitulación viviente: ¿de dónde vengo, hacia dónde voy o quiero ir? Ahora, cuando nuestra naturaleza está aún en movimiento, es el intervalo requerido para purgarse y apreciarse.
Recapacitar sobre la expiración ayuda a mirar con ojos nuevos los distintos caminos, sin dejar rencores ni remordimientos en nuestras huellas. Sucumbir reconciliados es un principio ético que nos concierne a todos, no solo a los cristianos o a los creyentes.
Únicamente el reino de la lírica está inmerso en el reino del perenne gozo. Por eso todos somos deudores de esa reconstrucción inspiradora del himno impecable, que debemos abrazar con el ánimo de la concordia, puesto que puede parecer imposible de alcanzar hasta que se logra. A poco que repensemos sobre aquellos difuntos que dormitan en el sueño de la paz, nos daremos cuenta de que sus cuerpos esperan ser transformados por el resurgimiento.
En realidad, no hay que temerle a la muerte, porque como decía Machado: “Mientras somos, la muerte no es; y cuando la muerte es, nosotros ya no somos”. Al descomponerse nuestros andares materiales logramos una nueva dimensión incorpórea, confiando en la divina Providencia y sin suplantar la alegría por tristezas.
El autor es escritor.



