La educación de un país es la columna vertebral que sostiene a su sociedad. Una perspectiva básica para entender cuán fuerte es esa columna vertebral es la que enfatiza la productividad y la autonomía de los estudiantes tras culminar sus estudios. En esta ocasión, se propone reflexionar sobre la autonomía —o autodeterminación— tomando como referencia la célebre frase del expresidente estadounidense Theodore Roosevelt: “Cuide primero su moral, luego su salud y finalmente sus estudios”.
El desgaste del sistema educativo panameño, originado en gran medida por políticas públicas ineficaces, ha limitado la capacidad de las instituciones para generar un impacto transformador en los estudiantes. Esta situación ha contribuido al debilitamiento de la moral individual, dejando a muchas personas, en el peor de los casos, sin la capacidad de tomar decisiones autónomas, tanto en el ámbito personal como político, lo que obstaculiza seriamente la mejora de su calidad de vida.
El impacto negativo de la educación actual en la moral ciudadana no se explica únicamente por el nivel de financiamiento asignado al Ministerio de Educación, sino más bien por la forma en que el Estado ha intervenido de manera inadecuada en los procesos educativos. Dicha intervención ha estado marcada por la distribución de recursos sin una planificación estratégica coherente, ni una visión integral que revitalice el sistema y dote a los futuros profesionales de competencias pertinentes para el mercado laboral.
Existe una razón por la cual la pereza es considerada un pecado, pero la ignorancia no. Desde esta perspectiva, cuando el propio sistema educativo fomenta la mediocridad, se compromete gravemente el porvenir de la nación y su capacidad para desarrollarse de manera sostenible, así como para ejercer una ciudadanía crítica, libre de sesgos e inmune a la manipulación y la corrupción.
La creciente brecha educativa entre distintas regiones del país se manifiesta con claridad al observar los ciclos de pobreza que persisten en aquellos sectores donde los planes de estudio están saturados con contenidos obsoletos e irrelevantes. Esta situación refleja la ausencia de políticas estatales orientadas a la innovación educativa, que han sido reemplazadas por intereses particulares de quienes ostentan el poder. Al final del día, es más fácil manipular a una población que no se informa, que no lee y que se ha vuelto apática ante los asuntos políticos y sociales.
La educación no está educando, pero el problema no radica solo en el conocimiento, pues este no vale nada sin acción. El conocimiento no es lo valioso; lo que vale es lo que hacemos con él. Por eso, un sistema educativo se considera de calidad cuando prepara a los estudiantes para ingresar a mercados laborales competentes, que promuevan la atracción de inversión extranjera y fomenten la innovación.
Cuando la educación no logra esto, se produce un efecto dominó: a menores habilidades y conocimientos, menos oportunidades laborales podrán ser ocupadas. Esto resulta en menos ingresos y expectativas salariales para los ciudadanos, quienes, en los peores casos, se enfrentan al desempleo y a la falta de acceso a la seguridad social, pensiones dignas y servicios de salud de calidad.
El Ministerio de Educación debe trabajar mucho más de la mano con el Ministerio de Economía y Finanzas y el Ministerio de Comercio e Industrias para entender las tendencias del comercio nacional e internacional. Solo así —sin olvidar las habilidades intrapersonales, blandas, transferibles y el bilingüismo— se podrá crear y ejecutar un plan nacional de políticas educativas que no cambie políticamente tras cada elección, sino que se actualice cuando sea necesario y con materiales adecuados. El foco debe estar siempre en que la base del progreso de toda sociedad es contar con una ciudadanía que sepa leer, comprender, razonar, argumentar y aplicar los conocimientos adquiridos en la escuela.
El autor es internacionalista.