“Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, tampoco podrá salvar a los pocos que son ricos.” —John F. Kennedy
En Guatemala, tras el devastador terremoto de 1976 que dejó más de un millón de damnificados y evidenció crudamente sus enormes desigualdades, se decía con amarga ironía: “Se cayeron las fachadas, pero se mantienen las estructuras”. Hoy, esa frase parece hecha a la medida de la situación panameña.
Desde la pandemia de covid-19, vivimos una crisis casi permanente que ha borrado el barniz de una prosperidad ilusoria, dejando al descubierto una realidad mucho más cruda: una sociedad profundamente desigual, con instituciones debilitadas y un modelo económico excluyente en el que los estallidos sociales emergen con la misma regularidad de un reloj suizo.
La actual ola de protestas, cierres, movilizaciones, huelgas y bloqueos —especialmente en regiones como Bocas del Toro y Darién— no surgió de la nada. Son manifestaciones de un descontento acumulado durante décadas. Frente a esta efervescencia popular, han surgido dos visiones contrapuestas.La primera, sostenida por sectores conservadores, empresariales y algunos medios de comunicación, atribuye la crisis a una supuesta conspiración de actores radicales —marxistas, bufonescos— conformada por sindicatos, indígenas, ambientalistas y agitadores que, según esta visión, buscan desestabilizar el país y atentar contra el progreso.
La segunda lectura sostiene que no estamos ante una crisis coyuntural, ni exclusivamente provocada por líderes ilegítimos, sino ante el agotamiento estructural del modelo panameño. Durante años, Panamá ha mantenido un crecimiento económico notable, pero sin una distribución justa de sus frutos. El 10% de la población concentra aproximadamente el 41% del ingreso nacional, mientras que el 50% más pobre recibe menos de la mitad de esa proporción. En las comarcas indígenas —donde vive el 14% de la población— el nivel de pobreza alcanza el 78%, y la mortalidad materna es comparable a la del Congo. Mientras unos pocos viven con estándares del primer mundo, vastos sectores sobreviven en condiciones de exclusión, abandono y precariedad laboral, sin acceso a servicios básicos de salud y educación de calidad.
La carga fiscal de Panamá, apenas el 11% del PIB, es la más baja de América Latina, y representa la mitad de la de países como Costa Rica o Chile. Esto tiene profundas implicaciones para la redistribución del ingreso y explica por qué, pese a tener el PIB per cápita más alto de la región, el país mantiene niveles alarmantes de desigualdad territorial, reflejados en la geografía de la protesta. Los bloqueos de caminos son, en el fondo, una expresión de esta crisis estructural, agravada por el desempleo, el deterioro de los servicios públicos y la escasa presencia estatal, que se manifiesta casi exclusivamente a través del clientelismo electoral.
Mientras tanto, el sistema político panameño, cada vez más fragmentado y desacreditado, profundiza la crisis. La corrupción y la falta de representatividad han erosionado la confianza ciudadana, revelando una creciente desconexión entre una élite privilegiada y una sociedad que clama por justicia, transparencia y participación. El rechazo a la clase política no es solo un malestar pasajero, sino un cuestionamiento orgánico del modelo vigente. Las estructuras que sostienen la desigualdad y la exclusión siguen intactas, aunque cada vez más deslegitimadas. Como tras un terremoto, las fachadas han caído y queda expuesta la crudeza del país real.
Culpar a quienes disienten del punto de vista dominante de ser “malos panameños” es simplista y peligrosamente miope. Tanto la represión como el rechazo militante a propuestas alternativas —sin importar su origen— solo agravarán el problema.
Panamá necesita un diálogo nacional genuino, comprometido con reformas profundas: un sistema fiscal más justo, una mejor distribución de la riqueza, una institucionalidad política que devuelva poder a la ciudadanía, con libertad de empresa responsable, buen gobierno y un pacto social inclusivo.Solo así el país podrá reconstruirse verdaderamente, desde sus cimientos.
El autor es médico salubrista.