Panamá, tierra de la ese (s) acostada, dormida

La imaginación, es cierto, también forma parte de los cuentos y en estos, de forma excepcional, hay entornos llenos de misterio, escenarios fantásticos, y algunas veces absurdos. Lo fantástico, lo creativo, lo ilusorio, lo imaginativo son rasgos esperados de los buenos cuentos infantiles.

Los personajes, el espacio, el tiempo, los animales y las cosas se entrelazan en movimiento, a veces sereno, a veces intenso, para que surja una historia tal vez muy ficticia, tal vez muy real, pero fascinante. El lenguaje es el apropiado para los personajes, que son lo suficientemente políglotas. Por tanto, se agrupan de acuerdo a su idioma, a su idiosincrasia.

Las situaciones son tan ficticias como creíbles, la trama se desarrolla pausadamente, pero su desenlace es impactante y la voz de quien narra empuja, pero no interfiere.

En breve, esto es lo que esperamos de los buenos cuentos: una verdadera y grata travesía por lo que sabemos de los cuentos. En este momento, salta la gran duda. Se nos prometió una travesía inesperada. ¿Dónde está ese elemento no esperado?

En nuestra infancia, todos hemos escuchado nuestro nombre, que nos arranca con dulzura de la pesadilla sin fin. También hemos sentido esa lava que chorrea de nuestro pecho enojado, lleno de coraje, cuando los cuentos se convierten en realidad. Hay desilusión. El cuento no es cuento, es interpretación realista de “alguien” que abandonó su barco para pasar de turista y escaparse en un avión escoltado.

Hoy, abrumada por tantos detalles judiciales que se convierten en leyes perturbadoras, encontré un cuento corto de mi autoría, cuya versión modificada por todos los acontecimientos nacionales e internacionales son aquellos que, a menudo, sobresaltan mis pensamientos. Allí mi imaginación encontró un relato viejo, que está vigente:el tratado de neutralidad y el refugio de un loco organizado.

El grito que rompe el silencio de la mañana procede de un capitán que viste pantalón corto, camisa de flores y parece un turista. Estamos en el mirador del Canal de Panamá, y el personaje central quiere comprarle al rico McDonald’s panameño esta preciosa y apreciada obra. Llegó de incógnito y es un famoso bimilenario foráneo que quiere experimentar una nueva vida, menos ir a la cárcel.

Él es el capitán de este barco y no está jugando para entretener a nadie ni para demostrar que es un auténtico marinero. No es un experto navegante ni vive en una casa flotante, pero sabe que es necesario aprender a arrancar el motor, conocer el funcionamiento de la batería y la manera de pensar de las personas que lo acompañan.

El ambiente bucólico y humano que rodea a este capitán indica que el barco ha zarpado desde el Canal de Panamá, produciendo una energía espiritual bienhechora, de encuentros, de fusión con la naturaleza, con la música y con todas las comodidades que puedan revestir de heroico este nuevo viaje hacia una patria nueva.

Adentro de la embarcación hay una carta que indica un derrotero, un propósito: manejarlo bien para cambiar de significado aquellas palabras articuladas en la sinagoga de Nazaret por el más sabio de los sabios, quien una vez dijera: “Nadie es profeta en su tierra”.

De pronto, una tormenta muy oscura cambia el rumbo de la navegación, con un relámpago que ilumina el cielo, representando el mundo visto a través de sus ojos, en donde el runrún del motor, el chapoteo de las aguas y el cuá, cuá de los patos empeoran la producción de ruidos...

La vida cotidiana adquiere un horizonte distinto en solo sesenta minutos. A lo lejos, escucharemos la misma voz contundente que retumba en un inmenso eslabón de cadenas, en este suelo que es esencia de la creación divina por su estructura geológica, convertida, para siempre, en una hermosa ese acostada, dormida. ¡Panamá, despierta!

Panamá ordena: ¡Capitán, usted y su tripulación son los elegidos y las elegidas de esta tierra que es una ese (S) acostada, dormida. ¡Despierta, Panamá!

La autora es educadora.


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