A raíz de la campaña sistemática de desinformación que desató los disturbios en Boca La Caja en mayo, para bien o para mal, la palabra zonificación está en boca de todos. Muchas veces se usa como sinónimo de planificación; otras, como sinónimo de urbanismo. Como no hay mal que por bien no venga, es oportuno aprovechar este espacio para explicar una parte del quehacer urbanístico, quizás la que más incide directamente en el ciudadano: las normativas urbanas, pues determinan qué puede o no puede hacerse legalmente con una propiedad. Esa sola condición basta para que a menudo sean malinterpretadas.
La zonificación forma parte de lo que los planificadores urbanos llaman “instrumentos normativos de planificación”. Es decir, una serie de herramientas diseñadas para alcanzar ciertos objetivos establecidos por las autoridades, con el fin de generar efectos deseados sobre la ciudad —ya sea en su forma o en su función— a corto, mediano o largo plazo. Estos instrumentos tienen un sustento teórico que se desarrolla en informes de política pública y planos, y que luego se traduce en leyes, decretos y resoluciones nacionales, además de acuerdos y decretos municipales. Así se materializa su aplicación en cada nivel de gobierno.
Por tanto, más que preguntarnos para qué zonificamos, deberíamos preguntarnos para qué planificamos y para qué normamos.
La planificación urbana nace del deseo humano de alcanzar la armonía, la belleza y el buen vivir, elementos que identificamos con el orden, un valor connatural al desarrollo humano en su etapa civilizada. Lo opuesto —el caos, la fealdad y el malvivir— es reflejo del desorden, asociado al estado bárbaro o incluso salvaje.
Por eso planificamos: porque buscamos ordenar y modelar el territorio para alcanzar la plenitud del desarrollo humano, tanto en lo material como en lo espiritual. Y como ese orden no surge espontáneamente, la experiencia demuestra que solo se alcanza mediante instituciones. Estas, a su vez, establecen normas de cumplimiento obligatorio, que forman la conducta humana y cumplen una función educativa en beneficio del bienestar general.
Las normas de uso de suelo armonizan las actividades humanas y regulan los espacios donde ocurren (las edificaciones), con el fin de lograr ambientes urbanos estéticamente armónicos que impulsen un ciclo virtuoso de bienestar económico y social. Es decir, el buen vivir generalizado.
Las primeras normas urbanas modernas surgieron a mediados del siglo XIX, con el apogeo de la Revolución Industrial. Las ciudades —muchas de origen medieval— se expandían de forma desordenada, combinando actividades productivas con residencias en los mismos espacios. La llegada de fábricas y producción masiva trajo consigo pobreza, insalubridad y desorden social, agravados por la especulación inmobiliaria, los inquilinatos y, más adelante, los asentamientos informales. A ello se sumaban salarios bajos, jornadas extenuantes y la necesidad de que todos los miembros de familias numerosas trabajaran, a menudo en el sector informal.
Ante este panorama, los estados modernos comenzaron a ordenar el caos, impulsados por movimientos ciudadanos y académicos como el higienista, cuyas investigaciones sobre epidemias y condiciones sociales dieron origen a nuevos enfoques de planificación. De allí surgieron las primeras normas de líneas de construcción, códigos estructurales y regulación del uso del suelo que desplazaron industrias del casco urbano.
También nacieron principios para mejorar la ventilación e iluminación urbana, mediante retiros frontales, laterales y posteriores, y normas que relacionaban la altura de los edificios con el ancho de las servidumbres viales. Más adelante se incorporaron regulaciones sobre áreas verdes, espacios públicos y protección del patrimonio. Todo ello forma hoy parte de la regulación predial y edificatoria.
No fue sino hasta finales del siglo XIX que la ciudad de Fráncfort consolidó estas ideas en el primer mapa de zonificación urbana moderna, práctica luego adoptada por ciudades de Estados Unidos y que influyó en los arquitectos y urbanistas panameños del Instituto de Vivienda y Urbanismo (IVU) desde 1965.
Zonificar consiste en determinar —sobre un mapa— qué se puede o no hacer en cada lote, y qué tipo de edificaciones pueden construirse. Así se define cómo queremos que se vean nuestras ciudades en el futuro, o qué elementos existentes deseamos conservar y reforzar.
Con los años, distintas fuerzas han moldeado el contenido y rigor de los códigos de zonificación: gremios inmobiliarios, constructores, comerciantes, asociaciones vecinales y políticos. ¿La razón? El impacto económico, social y ambiental de estos códigos sobre el potencial edificatorio y el valor del suelo.
Dependiendo del grado de cultura cívica y técnica de los actores políticos, empresariales o comunitarios, dependerá si se toman en serio —o no— las normas urbanas. La alternativa sería la ley del más fuerte, donde cada quien hace lo que quiere con su lote, con la esperanza de que el mercado regule el espacio urbano. El resultado de ese enfoque salta a la vista en los asentamientos informales, e incluso en barrios formales sin fiscalización.
Hay sistemas intermedios. En algunas jurisdicciones donde no existe zonificación estricta, se evalúa caso por caso cada propuesta arquitectónica a través de juntas de planificación. Este método puede ser flexible, pero también subjetivo, arbitrario o lento, especialmente en países con escasa confianza institucional. Por eso requiere normas complementarias, descentralización efectiva y participación comunitaria.
En Panamá llevamos 60 años zonificando y normando, pero solo ahora muchos ciudadanos —fuera de círculos activistas— descubren que el derecho a la propiedad no es absoluto. El Estado, en razón del interés público, puede indicar qué actividades están permitidas o no en un terreno, y qué tipo de construcciones son viables, incluso si eso limita su rentabilidad.
Esto puede resultar traumático en sectores urbanos donde la ley y el Estado estuvieron ausentes durante décadas. Pero es necesario si queremos que esos espacios se integren al mundo formal y que sus habitantes salgan de la pobreza al potenciar sus tierras como patrimonio familiar. El proceso organizativo en Boca La Caja y San Sebastián será crucial para su futuro. Ojalá, con la guía de Dios, que los frutos de sus deliberaciones y negociaciones beneficien no solo a sus comunidades, sino también a la ciudad entera.
El autor es arquitecto y subdirector de planificación urbana del Municipio de Panamá.