Hace unos días se cumplieron cinco años del momento exacto en que el mundo se paralizó, al anunciarse que un virus mortal nos acechaba. La única posible defensa cuando todo comenzó aquel 11 de marzo de 2020 fue encerrarnos, aislarnos.
El virus no fue lo único que se movió a sus anchas por el mundo. También lo hizo el miedo, las teorías conspirativas, el fanatismo, haciendo más difícil la labor de quienes intentaban enfrentar el desconocido mal. Afortunadamente, la ciencia terminó ganando la batalla y, una vez más, la humanidad pudo salir del terrible hoyo negro que fue la pandemia del covid-19, gracias al conocimiento.
Aquella terrible experiencia dejó en evidencia lo mejor y lo peor del ser humano, como suele suceder en situaciones extremas. Allí quedan para la historia el sacrificio, la dedicación y entrega de médicos, enfermeras y personal sanitario en general –incluyendo quienes se mantuvieron en los campos para alimentarnos o los que recogían nuestra basura de las calles–, durante aquellos duros tiempos. Vimos incluso caer a algunos de ellos en los primeros días de total desconcierto.
En el otro extremo estuvieron aquellos que ven oportunidades de negocios o beneficios personales en cualquier situación. Desde la venta de mascarillas, pasando por la forma de saltarse la fila en las vacunas. Todos le vimos la miseria en la cara a más de uno, pero nos quedamos esperando la mano firme de la justicia.
En Madrid, por ejemplo, los familiares de los ancianos que murieron en las residencias públicas por no recibir atención médica, siguen su batalla para que los responsables paguen por lo que hicieron. Los testimonios sobre lo sucedido son desgarradores.
Aquí, en nuestro particular pedacito de tierra tropical, la compra de ventiladores a precios inflados, el reparto selectivo de ayudas, la construcción de hospitales a la carrera por empresas escogidas con el dedo de Palacio y demás yerbas, cayeron en el hoyo negro de la impunidad.
Cinco años después, habiendo dejado la pandemia atrás pero no sus secuelas sociales, entre las que se encuentran el terrible deterioro de la educación pública, seguimos intentando que la poderosa mano llena de dinero mal habido, junto a esos “auxiliares de la justicia” que se han ido quedando con parte del botín a punta de recursos legales, no logren su objetivo de arrodillar a la dama de la balanza.
Mientras, la celebración de los 25 años de traspaso del Canal a manos panameñas, se ha ensombrecido con algo insospechado: las altisonantes y desquiciadas afirmaciones del presidente de Estados Unidos, cuyo nombre preferiría olvidar, reclamando la devolución de la vía interoceánica.
La amenaza a Panamá y la incertidumbre que todos sentimos, encaja perfectamente en el clima de desasosiego que enfrenta el mundo, en estos tiempos revueltos de retorno de los autoritarismos y creciente deshumanización. Las amenazas salidas desde la Oficina Oval tocan a medio mundo.
Justamente porque se trata de amenazas globales, seguimos sin entender la estrategia del presidente panameño, José Raúl Mulino, y su equipo en estos días oscuros. Enfrentar solos al monstruo es un suicidio.
Después del intento inicial del embajador Eloy Alfaro de aprovechar nuestra presencia en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, no hemos visto ninguna otra acción que nos permita ganar apoyos en las instancias multilaterales existentes. Hasta donde sepamos, no existe una estrategia para que nuestro cuerpo diplomático lleve el mensaje de Panamá por el mundo; tampoco sabemos si se han producido acercamientos a los países firmantes del Protocolo de Neutralidad, ni si hacemos algún esfuerzo para sumar nuevos apoyos.
Un ejemplo de lo que no estamos haciendo, es la gira europea del nuevo primer ministro de Canadá, Mark Carney, quien viaja con el propósito de reforzar viejas alianzas con el importante grupo de países que también están siendo amenazados por el jefe del Ejecutivo de los Estados Unidos. Es evidente que tiene muy claro que en la unión está la fuerza.
En esta coyuntura, es vital recordar los hechos que produjeron el fin de la presencia estadounidense en Panamá y que, afortunadamente, podemos ver estos días en los cines del país, gracias al documental Hijo de tigre y mula, de la cineasta panameña Annie Cannavagio.
Se trata de un documento histórico que nadie debe perderse, especialmente en la coyuntura en que nos encontramos. En él se cuenta con rigor investigativo e imágenes extraordinarias, la llegada de los militares al poder en 1968, los momentos estelares del proceso negociador y, por supuesto, el exitoso esfuerzo realizado para sumar apoyos en la región y en el mundo. La causa de Panamá se convirtió en aquellos años, en la causa del mundo entero.
Independientemente de quienes adversaron a Omar Torrijos y el régimen dictatorial que lideró, su papel, junto al del presidente de Estados Unidos, James Carter, fue excepcional, haciendo posible -junto a la lucha de tantos otros a lo largo del siglo XX- que hoy seamos un solo territorio y una sola bandera.
Por ello, seguir repitiendo que el canal es nuestro sin más, no solo es peligroso sino de una levedad insoportable.
La autora es presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana, Capítulo panameño de TI.