El gobierno del presidente José Raúl Mulino ha tocado fibras muy sensibles. Su jefatura se caracteriza por constantes sobresaltos, al punto de que nos encontramos ante la peor crisis en treinta y cinco años de “democracia representativa”.
Iniciemos brevemente con su trayectoria política. Mulino fue vicecanciller y canciller en el primer gobierno tras la invasión estadounidense a Panamá en 1989, bajo el presidente Guillermo Endara, con quien asumió el poder en instalaciones militares estadounidenses en el antiguo enclave canalero. Posteriormente, fue ministro de Gobierno y Justicia, y luego de Seguridad, en el gobierno de Ricardo Martinelli. Durante ese periodo se vivieron algunos de los episodios más violentos contra manifestantes, especialmente en Bocas del Toro y San Félix.
Mulino ganó las elecciones gracias a la popularidad del expresidente Martinelli. Fue inicialmente su compañero de fórmula como vicepresidente, en un partido cuyas siglas coinciden con su nombre: RM, de Realizando Metas. Tras una larga disputa jurídica y mediática, Martinelli no pudo ser candidato, y Mulino asumió el reto, saliendo vencedor en las elecciones de 2024 con el 34.23 % de los votos, en una participación del 77.66 %. Esa es su herencia política: el lema “más chen chen en tu bolsillo” y “Mulino es Martinelli”. Hoy, ni hay chen chen ni Mulino es Martinelli. Panamá crece económicamente, pero de forma abruptamente desigual.
El presidente no tiene carisma ni cuenta con el respaldo real del partido oficialista RM, que es teledirigido por Martinelli desde su asilo en Bogotá. En un país presidencialista como el nuestro, el poder lo tiene el presidente, pero Mulino carece de base y estructura política propia. Lo sostiene principalmente un sector influyente del empresariado panameño y los intereses estadounidenses. Proviene de ese mismo entorno: fue dirigente de APEDE y CONEP, presidió partidos ya desaparecidos (Solidaridad y Unión Patriótica), y fue parte de la cruzada civilista contra el régimen militar en los años ochenta. Es un político tradicional, con experiencia, cuya gestión representa una derecha empresarial. Su círculo más cercano está compuesto por empresarios.
Gobernar un país exige más que responder a un solo sector. En su primer año de gestión, Mulino ha tomado decisiones altamente conflictivas. Reformó la Caja de Seguro Social con la Ley 462, que, según expertos como Juan Jované, Roberto Pinnock, Ana Patiño y William Hughes, implica una desmejora del sistema de pensiones y la administración privada de una parte de los fondos. Firmó un memorando de entendimiento con Estados Unidos que compromete nuestra soberanía. Y pretende reabrir Minera Panamá, operada por First Quantum Minerals, a pesar de un fallo de la Corte Suprema que declaró ilegal el contrato de extracción. Aunque la Constitución permite la minería, existe una moratoria producto de las protestas de 2022.
Mulino ha declarado abiertamente la guerra al SUNTRACS, prometiendo reducirlo a su mínima expresión. Su director de la Policía advirtió con judicializar a quienes protestan por supuestos daños colaterales. Hoy, varios dirigentes sindicales están detenidos, asilados o con medidas cautelares. El discurso del presidente es hostil contra todo el movimiento social. También ha atacado al magisterio organizado con un “cerco de hambre”: miles de docentes tienen los salarios suspendidos. La mayoría depende de ese ingreso y, por miedo, algunos han tenido que regresar a sus puestos en contra de su voluntad. Se busca reemplazar a los huelguistas mediante decreto ejecutivo, una práctica propia del autoritarismo.
En Bocas del Toro, Mulino declaró un estado de urgencia que suspende garantías fundamentales. Esta provincia, dedicada al turismo y al monocultivo del banano (con Chiquita Panamá), es una de las más pobres del país. Todo ocurre bajo la mirada pasiva de la Corte Suprema y la Asamblea Nacional. La situación es inaudita: pareciera que no existen contrapesos que limiten estos excesos. Como han advertido las exmagistradas Esmeralda Arosemena de Troitiño y Graciela Dixon, en Panamá parecería que ya no existe el derecho a protestar.
El uso desmedido de la fuerza ha dejado varios heridos. En Bocas del Toro, donde opera Chiquita Panamá, el sindicato SITRAIBANA —liderado por Francisco Smith— se sumó a la huelga contra la Ley 462. Aunque hubo intentos de diálogo con mediación de la Iglesia, Smith fue detenido abruptamente mientras viajaba entre provincias. El avión en que viajaba fue desviado, y al aterrizar lo esperaban policías. Fue acusado de apología del delito, entre otros cargos.
Todo lo anterior representa un retroceso histórico. En democracia, el disenso y la protesta son esenciales. En los últimos meses ha habido persecución, detenciones arbitrarias y judicialización de la protesta. El movimiento social ha sido criminalizado, y los gremios cercados económicamente. Esta guerra declarada por Mulino no conduce a nada. Un 73.9% considera su gestión como mala o muy mala; solo un 2.7% la aprueba. La indignación irá in crescendo, porque el presidente sigue actuando igual: con prepotencia, sin reconocer errores, y sin resultados. Ha adoptado el mismo discurso que el gobierno de Cortizo: culpar a “la izquierda radical” de la explosión social.
No está claro cuál es su plan de gobierno. La “austeridad” en realidad significa un golpe a la inversión social. Como bien plantea Arístides Hernández, los recortes dejarán al gobierno con escaso margen de maniobra.
Los problemas de la democracia se resuelven con más democracia. Si este gobierno persiste en las prácticas de su primer año, nos esperan cuatro años más de intolerancia, prepotencia e incertidumbre. La inusitada hostilidad del Gobierno contra el movimiento social organizado pone en riesgo la integridad de muchas personas. Es necesario rediseñar las estrategias de lucha frente a los embates represivos. Como país, urge repensar un proyecto nacional que supere el agotamiento de los partidos tradicionales y responda a las demandas sociales del presente. Este gobierno lo evidencia empíricamente.
El autor es docente universitario.