En mayo, Panamá se viste de colores, ritmos y alegría para celebrar el Mes de la Etnia Negra, una extensión de facto de lo dispuesto en la Ley 9 de 2000, que declara el 30 de mayo como Día Nacional de la Etnia Negra. Desfiles, talleres y presentaciones artísticas organizadas por la sociedad civil resaltan la riqueza cultural afrodescendiente, mientras escuelas, instituciones estatales y algunas empresas promueven actividades que honran esta herencia.
Sin embargo, el racismo y la discriminación son dúctiles: se adaptan a las circunstancias cambiantes. Las celebraciones oficiales, aunque bien intencionadas, pueden convertirse en una escenificación superficial que evade el racismo estructural. Hace apenas un mes se seguían denunciando casos de estudiantes a quienes se les prohibía ingresar a los colegios por llevar peinados ancestrales. Hoy, ese mismo Ministerio de Educación organiza actividades conmemorativas. Esta contradicción resume la disputa simbólica en torno al mes: un país que celebra lo afro como espectáculo en mayo y lo reprime como identidad el resto del año.
El verdadero problema no son los afros, las trenzas, los twists o los moños, sino la imposición de una estética colonial que aprueba o rechaza la apariencia según su cercanía —o no— al canon de belleza eurocéntrico. Como instrumento de control biopolítico, el reglamento escolar (o su interpretación sesgada) prolonga las formas históricas de control y sometimiento de los cuerpos subalternos: del marcaje con hierro al encierro carcelario sin debido proceso, pasando por el perfilamiento racial. Más grave aún es la exigencia, no escrita pero real, de presentar un certificado que acredite la identidad étnica para poder llevar estos peinados.
Sea de manera intencional o inconsciente, prácticas institucionalizadas como estas no solo buscan disciplinar: pretenden generar cuerpos avergonzados, lograr que quien sufre el racismo lo interiorice y termine negándose a sí mismo.
Por eso, el movimiento afro en Panamá ha luchado en dos frentes: el reconocimiento político de sus identidades, historias, aportes y logros por parte del Estado y de la sociedad; y el autorreconocimiento dentro de la propia población afrodescendiente: el tránsito de la vergüenza a la autoestima. Este proceso ya muestra frutos, como lo evidencia el Censo de Población y Vivienda de 2023, en el que el 31.7% de la población total se identificó como afrodescendiente.
Para avanzar, el Estado debe ir más allá de la escenificación vacía y asumir un compromiso cultural y educativo profundo. Un paso crucial es que la Asamblea Nacional discuta y apruebe el proyecto de ley que incorpora en el currículo educativo la historia y las contribuciones científicas, culturales, políticas, económicas y deportivas de los afropanameños. Esta iniciativa es clave para construir una narrativa que contrarreste los estereotipos.
El principal campo de batalla contra el racismo es la cultura. Cultura no es solo creación estética: también son los prejuicios que hemos internalizado y que nos constituyen. Se necesitan políticas culturales y educativas con enfoque de derechos humanos, capaces de identificar y desmontar esos prejuicios.
Pero para ello es necesario nombrar el fenómeno, comprenderlo y abordarlo de manera integral: el racismo existe, está enraizado en nuestra sociedad, permea las instituciones y a quienes las dirigen. Tiene una larga historia y muta constantemente en sus formas.
Desde esa perspectiva estructural, la Defensoría del Pueblo —más allá de atender quejas puntuales— debe desarrollar estrategias integrales para garantizar los derechos humanos de las poblaciones discriminadas.
Mayo es un mes para celebrar la vida y la resistencia afrodescendiente. Pero, sobre todo, debe servir para discutir las políticas antirracistas que necesitamos con urgencia.
El autor es docente universitario, investigador, gestor cultural, especialista en derechos culturales, legislación cultural y políticas culturales.