La discusión en torno a la reforma de la Caja de Seguro Social (CSS) y la resultante Ley 462 del 18 de marzo de 2025 ha sido una muestra clara del axioma extraído de El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Durante cuatro meses de debate nacional, las propuestas y decisiones tomadas han dejado en evidencia que, pese a los intentos de cambio, las cuestiones fundamentales que aquejan al sistema de salud y pensiones en el país han quedado, en gran medida, sin resolver.
En lo que respecta a los servicios de salud, se ha hablado de la necesidad de reunificar el sistema y mejorar la calidad del servicio. Sin embargo, no se han presentado propuestas concretas que transformen de manera estructural la organización, el financiamiento o la accesibilidad del sistema. Tampoco se ha adoptado un enfoque más integral y preventivo para la atención médica. En otras palabras, las reformas no han alterado significativamente el statu quo.
Aunque se han introducido cambios administrativos y de gestión, especialmente en la conformación de la Junta Directiva de la CSS y en la definición de los roles del director, estos ajustes no justifican el prolongado y tormentoso debate que ha vivido el país. Las modificaciones podrían haberse implementado sin la gran polémica que desató el proceso.
El punto nodal del debate ha sido el futuro del Fondo de Invalidez, Vejez y Maternidad (IVM), cuya sostenibilidad estaba en juego. En este aspecto, la solución adoptada ha sido, en esencia, un rescate financiero que resuelve el problema a corto plazo sin abordar su sostenibilidad a futuro. El gobierno ha cubierto el déficit expropiando aproximadamente 3 mil millones de balboas de los ahorros personales de los cotizantes del sistema mixto creado en 2005.
El resultado de esta decisión ha sido la implementación de un sistema de cuentas nocionales con elementos de reparto, eliminando la posibilidad de heredar o disponer libremente del ahorro, como sí ocurría en el sistema mixto que ha sido desmantelado. Además, el nuevo sistema contempla la posibilidad de invertir solo el 10% del Fondo Único Solidario en instrumentos del mercado financiero, desmintiendo las acusaciones de privatización planteadas por sectores sindicales.
Otro cambio importante ha sido la creación de un componente solidario no contributivo para aquellos mayores de 65 años que no cumplan con el mínimo de 120 cuotas. No obstante, este beneficio se limita a un monto de 144 balboas mensuales, lo cual es prácticamente una versión rebautizada del programa existente “120 a los 65”. En este sentido, la nueva ley no representa un avance significativo en términos de protección social para los adultos mayores en situación de vulnerabilidad.
Si bien se hace un aumento gradual de la cuota patronal, uno de los temas más espinosos, el incremento de la edad de jubilación, ha sido postergado por seis años, período en el que una comisión de expertos deberá presentar recomendaciones y tema volverá a la Asamblea Nacional. Es previsible que estos expertos lleguen a la conclusión evidente de que el aumento de la edad de retiro será inevitable. Mientras tanto, la sostenibilidad del sistema dependerá de los aportes estatales, que se estiman en al menos mil millones de balboas anuales. No obstante, esto parece poco viable en el contexto actual, considerando que ni siquiera se ha logrado que el Estado aporte los 140 millones anuales requeridos por la Ley 51 desde 2020. La gran incógnita sigue siendo de dónde saldrán estos nuevos fondos en medio de un panorama fiscal deficitario.
Otro aspecto sin resolver es la tasa de reemplazo que recibirán los futuros pensionados bajo el nuevo sistema. Existen múltiples versiones y opiniones divergentes tanto dentro de los partidos políticos como entre los actores involucrados en la reforma. La única certeza es que quienes cumplan con los requisitos recibirán al menos el 60% de su salario promedio base, una cifra que no es particularmente alentadora en comparación con el sistema de beneficio definido anterior.
El director de la CSS ha asegurado que la tasa de reemplazo estará entre el 70% y el 80%, pero estos niveles solo se han alcanzado, en sistemas de contribución definida (SCD), en países nórdicos y en los Países Bajos. En la OCDE, la tasa promedio de reemplazo de los SCD es del 48%, y en América Latina, del 40%. Si el sistema panameño lograra alcanzar cifras tan elevadas, sería un éxito notable, pero las dudas persisten sobre su factibilidad, dadas las características de inestabilidad y precariedad laboral en el país.
En conclusión, después de un prolongado debate y múltiples consultas, la reforma de la CSS deja más preguntas que respuestas. No se ha abordado de manera integral la sostenibilidad del sistema de salud ni se ha garantizado un modelo financiero viable para las pensiones a largo plazo. Todo apunta a que en seis o siete años Panamá volverá a enfrentarse a una nueva crisis y a una nueva ronda de discusiones sobre el futuro de la CSS.
El temor es que esta reforma no haya sido más que una estrategia para aplazar los problemas sin solucionarlos realmente. Ojalá, a diferencia de El Gatopardo, estemos equivocados y los cambios sean sustanciales. Sin embargo, todo indica que, a pesar del ruido y la polémica, lo fundamental sigue intacto: las reformas han cambiado la forma, pero no el fondo del problema.
El autor es médico salubrista.