Escenas que parecían de un país en guerra sorprendieron a los panameños el 19 de junio. Encapuchados vandalizaron, incendiaron y saquearon a sus anchas instituciones públicas y locales privados en Changuinola. El aeropuerto, el estadio, la sede del Sinaproc y hasta el depósito de medicamentos de la CSS cayeron en manos de los maleantes. Una población desprotegida tuvo que salir a defenderse con machetes y pistolas a pesar del enorme despliegue policial que había en la provincia por la “Operación Omega” lanzada días antes.
La declaración de estado de urgencia la mañana siguiente acaparó la atención ciudadana, dejando enormes vacíos de información. ¿Dónde estaba la policía cuando la violencia se apoderó de la ciudad? ¿Cómo se pasó de un escenario de protestas y cierres a uno en el que -según la versión oficial- pandilleros tomaron el control de las calles? ¿Cómo se estableció la supuesta colaboración de algunos políticos locales con estas pandillas? ¿Cuándo conoceremos los nombres, detalles y evidencias de acusaciones tan serias? Las respuestas a estas preguntas son esenciales pues la dramática escalada de violencia precedió -y en alguna medida justificó- la suspensión de garantías constitucionales en la provincia.
Dos semanas antes del violento desenlace hubo una apertura al diálogo que se descarriló. El dirigente de Sitraibana que negoció con la Asamblea una nueva ley para el sector bananero y se abrazó con la ministra de trabajo, fue detenido y trasladado a La Joya por presuntos delitos relacionados a los cierres. Será labor de los jueces determinar su inocencia o culpabilidad, pero es válido preguntarse de qué manera esa acción tan veloz de la justicia impactó los ánimos en la provincia.
El interrogante es especialmente importante a la luz de las declaraciones del ministro Frank Abrego a La Prensa. El titular de seguridad aseguró que ni los miembros del sindicato bananero ni los docentes que protestaban contra la ley 462 participaron del vandalismo y los saqueos. Trataron incluso, según sus palabras, de defender las instalaciones de la empresa Chiquita.
Esa claridad con la que el ministro diferenció las protestas legítimas de los actos delictivos, es la que requiere el país para entender la conveniencia, efectividad y legalidad de las medidas que se están aplicando en Bocas del Toro.
Y es que con el corte de las comunicaciones los bocatoreños han quedado más aislados y desprotegidos, situación que generó una condena del Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ). El Centro de Iniciativas Democráticas (CIDEM) considera que la medida “se erige como un velo para encubrir violaciones a los derechos humanos” . La organización pidió que se investigue la muerte de una bebé a consecuencia de los gases lacrimógenos, así como graves denuncias de abuso policial.
Con la extensión del estado de urgencia creció el monto de contrataciones directas de 10 a 40 millones. Aumentó el presupuesto de inversión para la golpeada provincia pero también la discrecionalidad (y con ella las posibilidades de favorecer a amigos del poder).
A pocos días de que se cumpla el primer año del gobierno, cabe preguntarse si será Bocas del Toro, el manual con el que manejarán las crisis futuras. Esperemos que no, pues el balance actual es devastador.
Ojalá se conozca toda la verdad de lo ocurrido, se castigue a los culpables de los actos de violencia y se comprenda que el verdadero secuestro de la provincia, como dijo un joven bocatoreño en las redes sociales, es la vergonzosa pobreza en la que está sumergida gracias el abandono sistemático del Estado.