Hay palabras que deberían decirse en voz baja, como se nombra a lo sagrado. Maestro es una de ellas. No es un oficio, ni una plaza laboral, ni un escalón dentro de la burocracia del Estado. Es un llamado. Una forma de presencia. Una siembra diaria en la tierra del alma de otro.
Y, sin embargo, en nuestro país —como en tantos otros— la figura del maestro ha sido herida por el abandono, por la falta de vocación y por luchas que, aunque puedan tener causas legítimas, a veces olvidan el centro: el niño, el joven, el ser humano en formación que necesita guía, cuidado y ejemplo. ¿Qué clase de enseñanza se transmite cuando el maestro abandona el aula y pretende, además, cobrar por no haber enseñado? ¿Qué mensaje recibe un niño cuando su profesor lo deja sin palabra, sin escucha, sin abrazo intelectual y afectivo? ¿Quién repara luego la ausencia de quien debió estar y no estuvo?
Un maestro puede ser firme en su postura ante las injusticias, claro que sí. Pero la verdadera pedagogía de la transformación no se hace a costa del alumno ni en su ausencia. La conciencia crítica no se hereda por consignas, sino por presencia. La ética se enseña viviéndola. Y la libertad se contagia mostrándola en acto: en el respeto al otro, en la puntualidad, en el compromiso silencioso con la tarea de enseñar cada día.
Desde que leí a Paulo Freire, a mis 16 años, supe que la educación era un acto de amor. No un amor sentimental ni ingenuo, sino una entrega profunda a la dignidad del otro. Freire nos enseñó que educar es liberar, es ayudar a mirar el mundo con ojos nuevos. Que no hay enseñanza sin diálogo ni diálogo sin humildad. Pero también dejó claro que ese diálogo exige presencia, conciencia y conocimiento real. Un maestro no puede enseñar lo que no sabe, ni puede liberar si él mismo está atrapado en la repetición, la queja o la indiferencia.
Gabriela Mistral, esa gran maestra del alma latinoamericana, lo dijo con claridad:
“Enseñar siempre: en el patio,como en la sala de clase.Enseñar con la actitud,con la palabra,con el silencio.”
Para ella, como para tantos de nosotros, el maestro no es solo transmisor de información. Es madre y padre de la inteligencia ajena. Es un cuidador del alma, un sembrador de futuro. Y eso exige no solo formación académica, sino también una vida interior ética, una presencia afectiva y una claridad moral.
Hoy más que nunca, los maestros son necesarios. En un mundo fragmentado por el miedo, la desinformación y la desesperanza, el maestro puede ser un faro. Pero solo si está presente. Solo si se toma en serio su misión. Solo si entiende que cada alumno es una semilla que no florece sola.
El maestro debe ser guía también para los padres, para la comunidad. Su palabra debe tener peso porque nace del compromiso, del ejemplo, de la integridad. Educar significa sacar desde adentro, y no se saca nada del alma de un niño si se le abandona, si se le deja esperando frente a una silla vacía.
Por eso, este artículo no es solo un llamado. Es casi una súplica: que volvamos a honrar la palabra maestro. Que dejemos de maltratarla con ausencias, con gritos vacíos, con mediocridad o desidia. Que entendamos que cada vez que un maestro cumple su vocación con amor y conciencia, está cambiando el mundo. No con discursos, sino con actos silenciosos que dejan huella.
Porque enseñar no es repetir contenidos.Es formar seres humanos.Y eso —eso sí— es lo más sagrado que existe.
La autora es psicóloga y educadora.