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Servicios públicos y huelgas

Servicios públicos y huelgas
Los docentes, liderados por diversos gremios, paralizaron la educación pública por 83 días. Cortesía

Inexplicablemente, cargamos casi como una tara cultural la costumbre de no profundizar en la ejecución del ordenamiento jurídico nacional. Solemos dar importancia solo a lo tangible de las acciones que impactan a diario a la sociedad, aplicando reacciones insustanciales. Un ejemplo muy válido es la reciente “huelga” de educadores.

Hasta donde he observado, la suspensión de labores por parte de trabajadores responde, legalmente y en doctrina, a la necesidad legítima de presionar a los empleadores para negociar asuntos relacionados con salarios y condiciones laborales. También es norma que una huelga ilegal conlleve la suspensión del contrato de trabajo y, en general, la interrupción del pago de cotizaciones a la seguridad social. Esa lógica existe. Pero en Panamá, el Estado-empleador (que somos todos) tolera la degeneración del concepto de huelga y hasta financia la paralización de servicios públicos esenciales. Hay una larga historia de “reintegro sin represalias y sin descuento salarial”, como si los daños fueran auto infligidos.

La posición del actual gobierno frente a esta nueva irresponsabilidad de los gremios de educadores ha sido correcta, y largamente esperada por la sociedad. No hay justificación alguna para lo que esas asociaciones hicieron, y sería un disparate revivir la práctica de que “aquí no ha pasado nada”. Porque sí ha pasado, y es imperdonable.

¿Son realmente educadores? También se educa con el ejemplo. El que ofrecieron fue el de falsedad en sus causas, desconocimiento de sus propios argumentos y desprecio por el derecho de la comunidad a recibir servicios esenciales. Ese desprecio es parte de la razón por la cual la educación pública en nuestro país está tan descalificada. Está claro que muchos gremios y sindicatos fueron creados para luchas políticas e ideológicas, no para la superación de sus miembros ni de la sociedad.

Nuestra Constitución destaca, tanto en lo dogmático como en su diseño orgánico, el predominio del interés público sobre el particular. Por simple lógica, procura proteger a la población, empezando por los servicios esenciales que el Estado debe garantizar sin interrupción: educación, transporte, salud pública, electricidad, agua, comunicaciones, recolección de basura, seguridad, servicios sociales, abastecimiento de alimentos, entre otros. Ignorar esta realidad es, por decir lo menos, reprensible.

Aunque existe un vacío legislativo específico, la Corte Suprema de Justicia ya dispuso hace 30 años que, en tanto ese vacío persista, rige el principio de legalidad en la educación pública. En consecuencia, hay que aplicar la ley.

Los desertores del magisterio público saben que apelar a la OIT no es una opción válida. La Organización ha identificado varios servicios esenciales exentos del derecho a huelga, y ha determinado que la esencialidad depende tanto de las condiciones del país como del daño que la duración del paro puede causar a la población. Aquí no hay espacio para maniobras políticas.

El problema es la vieja y aberrante práctica nacional de pactar soluciones ignorando la legalidad institucional. ¿Así se protegen los derechos de la población y se fortalece la seguridad jurídica? Por supuesto que no. Solo se transa con la ilegalidad y con los intereses de grupos específicos.

Veamos: se estima que en los últimos años se han perdido más de 500 días de clases en colegios oficiales. Si el calendario escolar es de 190 días por año, los estudiantes del sistema público han sufrido el equivalente a dos años y medio de educación negada. Las “curitas” no saldan esa pérdida de contenido educativo. En resumen, los movimientos de los llamados “educadores” solo lograron interrumpir el aprendizaje, obstaculizar el acceso a empleos formales de sus víctimas y frenar por largo tiempo el desarrollo socioeconómico del país. Volvieron a socavar el hoyo, aunque el viernes pasado firmaron un nuevo “acuerdo”.

Es difícil valorar ese “acuerdo” que, a todas luces, nunca debió existir como un nuevo puente roto en el camino hacia una solución definitiva del problema educativo. Es comprensible, en términos políticos y económicos, que quienes lograron una pacificación temporal del país se sientan satisfechos. Pero no puede decirse que ganaron Panamá o sus jóvenes, ni que se está fortaleciendo el sistema educativo.

Lo cierto es que los educadores, pese al fracaso de su rebelión, han revalidado “su derecho” a abandonar sus responsabilidades legales cuando quieran y con cualquier excusa, a ser reintegrados sin cuestionamientos e incluso remunerados como si nada hubiese pasado.

La ciudadanía, por su parte, continúa exigiendo el respeto a los derechos de niños y jóvenes, y a la institucionalidad jurídica, política, social y económica del país. En este contexto se firma el confuso “acuerdo” del 11 de julio: suspensión de las notificaciones de reemplazos, ausencia de garantía en el pago de salarios, no más reemplazos, compromiso de reanudar las clases presenciales y el adelanto de una quincena como contraprestación por “actividades de reforzamiento académico”.

Como bien dijo uno de los dirigentes de esta conmoción civil al agradecer la participación de los educadores: el acuerdo es “por el interés de los educadores”. Así lo recogió la noticia.

Pobre país.

El autor fue embajador de Panamá ante Naciones Unidas.


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