Esta semana, la “lumbrera” que gobierna Estados Unidos reactivó la Ley de Enemigos Extranjeros, que data del siglo XVIII (1798, para ser exactos), y que le permite al presidente deportar a personas con ciudadanía de países contra los que se encuentre en guerra. Históricamente, esta ley solo fue utilizada en 1812 y durante las dos guerras mundiales. Cuando le preguntaron a Trump cómo invocaba una ley con más de doscientos años de existencia para deportar, lo único que se le ocurrió responder fue: “estamos en tiempos de guerra”.
A pesar de que nada de lo que pueda decir Trump deba ser tomado como cierto, en este caso hay que reconocer que tiene, en parte, razón. No porque entienda las consecuencias de sus desvaríos y su insaciable sed de venganza, sino porque la incredulidad de la sociedad ante lo que se ve en el horizonte crece cada día, no solo en Estados Unidos, sino en el resto del mundo.
Internamente, Trump y su pandilla de enajenados mentales parecen haber decidido montar una guerra sin cuartel contra esa cosa tan incómoda que se conoce como democracia. Lo que históricamente caracterizó a Estados Unidos como un ejemplo de respeto a la institucionalidad se está desmoronando con cada decreto presidencial que Trump firma sin reparo alguno.
Esta semana, deportó a un grupo de venezolanos que él identificó como parte de “El Tren de Aragua”, sin que mediara acusación o proceso penal alguno, y los envió a El Salvador para que Bukele los encerrara en alguna de sus cárceles de “último modelo”, donde se aplican algunos de los más avanzados métodos para violar derechos humanos. A raíz de esto, el juez federal James Boasberg, en Washington D.C., ordenó suspender la deportación y devolver los aviones a Estados Unidos por no haber cumplido con las normas legales. Sin embargo, Trump y su séquito ignoraron la orden judicial, argumentando la ridícula excusa de que los aviones se encontraban en espacio aéreo internacional, donde el juez no tenía jurisdicción. Para agravar aún más la situación, enviaron un tercer avión después del fallo de Boasberg.
Este acto representa una violación absoluta del sistema de pesos y contrapesos en el que debe basarse una democracia funcional, donde la separación de los poderes del Estado es fundamental para evitar abusos. Ante este desprecio por las normas, el medio digital The Intellectualist calificó el 15 de marzo de 2025 como “el sábado negro” o “el día en que la democracia dejó de funcionar”.
Días después, el “búfalo” que Trump nombró como “zar de la frontera” declaró en Fox News que no les importaba lo que dijera ningún juez y que deportarían a quien ellos consideraran necesario. Como ejemplo, esta misma semana arrestaron a un residente legal de Estados Unidos por haber participado en manifestaciones a favor de Palestina en la Universidad de Columbia. Independientemente de la postura política de cada quien, en un sistema democrático no se puede permitir que se violen los derechos humanos más básicos, privando a alguien de un juicio justo y del derecho a defenderse. Esta medida, aunque parezca aislada, sienta un precedente sumamente peligroso para cualquier habitante de Estados Unidos.
La otra guerra frontal del gobierno “magazofrénico” de Trump es contra la ciencia y la educación. El nombramiento de Robert Kennedy Jr. como secretario de Salud ya demuestra su desprecio por la evidencia científica. Además, ha eliminado de un plumazo los apoyos federales a escuelas y universidades que promuevan agendas de inclusión, diversidad e igualdad. Encima, firmó un decreto presidencial para desmantelar el Departamento de Educación, bajo el pretexto de que “no sirve para nada”, pese a que su eliminación solo podría realizarse con una mayoría calificada en el Congreso. Irónicamente, viendo a Trump, podría parecer que tiene razón.
Pero “los tiempos de guerra” tienen otras aristas. Al percibir la Unión Europea que Estados Unidos se alinea más con las ideas imperiales de Putin que con los valores democráticos tradicionales, los países europeos han comenzado a rearmar sus ejércitos ante un posible intento de expansión rusa. Trump, en su ignorancia supina, cree que un océano lo blinda contra una guerra, pero Europa ha tomado la amenaza muy en serio. Si bien el poderío militar de Rusia y Estados Unidos es superior, no debemos olvidar que Inglaterra y Francia cuentan con 515 armas nucleares capaces de acabar con la humanidad varias veces.
Mientras tanto, Ucrania ha tenido que ceder ante la extorsión de Trump, entregándole control sobre parte de sus recursos naturales a cambio de la ayuda militar que tanto necesita.
Netanyahu en Israel le dio una patada al “alto al fuego”, en su necesidad de mantener la guerra y evitar ir preso por corrupción. Trump, quien hoy ordenó bombardear a los hutíes en Yemen, se ha alineado completamente con Netanyahu, cerrando cualquier posibilidad de diálogo. Utilizar el argumento de los rehenes para justificar la muerte de palestinos en cifras de cientos por día no contribuye en nada a la causa israelí.
A mi modo de ver, lo peor de todo esto es la inquietante similitud con lo que ocurrió en Alemania a principios de la década de 1930. Un narcisista megalómano, con evidente inestabilidad mental, construyó su poder sobre un discurso de odio y nacionalismo extremo, mientras desmantelaba cualquier estructura que representara un reto a sus ambiciones expansionistas. Luego, comenzó a perseguir a quienes consideraba “diferentes” e “inferiores”, empezando por los gitanos, homosexuales, comunistas, personas con discapacidad y judíos, propiciando los abusos más grandes contra la humanidad en el último siglo.
Si a eso sumamos las claras similitudes con el movimiento MAGA, centrado en un concepto de supremacía blanca, el paralelismo con lo ocurrido en la Alemania nazi se vuelve aún más inquietante. Rachel Maddow lo describe con precisión en su libro Prequel, y, bajo esta luz, la frase “tiempos de guerra” cobra una relevancia mucho más preocupante de lo que parece.
El autor es médico cardiólogo.