En el despertar cultural del panameño —no uno bueno ni malo, simplemente ciudadano— este mira a su alrededor y observa años de ineficiencia política y desigualdad económica arraigados en el tejido social. Ve cómo su casa se le viene encima, cómo su entorno vive en un descontrol que ni la propia naturaleza puede reordenar. Las calles están en pedazos, la basura inunda las principales avenidas y se repiten nuevos discursos políticos, adaptados a los problemas del momento, solo para perpetuar el ciclo de la incompetencia.
Camino a su centro de votación, presencia a candidatos —casi todos— disputándose a los mismos votantes pobres que, resignados, cumplen cada cinco años con un deber democrático a medias. Entonces entiende por qué muchos de sus compatriotas votan casi de forma supersticiosa, impulsados más por el miedo o el odio que por la razón. Comprende que la democracia no es un acto de Dios, sino un esfuerzo racional colectivo que exige decisiones responsables.
La palabra democracia ha comenzado a perder sentido. Las instituciones se debilitan, el populismo gana terreno y los discursos autoritarios se multiplican. Sin embargo, el mayor problema es la falta de entendimiento de la vida política. Una ciudadanía que desconoce para qué sirven sus instituciones se condena a la incompetencia del Estado. La alfabetización política debe ir más allá de leyes y formalismos; debe fomentar el pensamiento crítico para separar emociones del juicio ético-político.
Un ejemplo claro es el diputado que se vende como promotor de obras materiales para movilizar su capital político. Su objetivo no es educar ni fortalecer ciudadanía, sino perpetuar la ignorancia que le garantiza poder.
La fragilidad democrática se explica, en gran parte, por la desinformación, el populismo y la erosión del Estado de derecho. La polarización fractura nuestra capacidad resolutiva como sociedad. Como me enseñaron en mi primer año de Ciencias Políticas, el ciudadano emocional —dominado por el miedo o la ira— es más fácil de manipular. No se trata de anular emociones, pero sí de fortalecer la racionalidad por el bien común.
Una ciudadanía educada es la mejor defensa de la democracia. Nuestros valores republicanos quizá no sean perfectos, pero son lo más cercano a un bienestar nacional donde todos somos iguales y libres. El ciudadano que despierta culturalmente y regresa a las urnas no cree en fanatismos ni en providencias divinas: sabe que el futuro del país depende de él. Su mayor recurso es un análisis político breve y claro; su mayor respaldo, defender la democracia en cada conversación, contrarrestando lo emocional con lo formativo.
El destino de la República no está escrito en los cielos. No hay actos de Dios en la democracia: solo ciudadanos dispuestos a pensar antes de elegir.
El autor es internacionalista.