Panamá se encuentra en una encrucijada histórica. Las demandas de amplios sectores de la sociedad por una transformación profunda de nuestro marco institucional resuenan con fuerza. En este contexto, la idea de un proceso constituyente originario emerge no como una amenaza al orden, sino como una oportunidad excepcional para refundar la nación sobre bases más sólidas, equitativas y participativas. Si bien el camino puede presentar desafíos, las implicaciones positivas de un ejercicio de esta naturaleza son vastas y merecen una consideración seria y esperanzadora.
En primer lugar, un proceso constituyente originario ofrece la posibilidad de relegitimar el pacto social. La actual Constitución, aunque reformada en varias ocasiones, arrastra un origen que, para muchos, no representa plenamente la voluntad popular contemporánea. Un nuevo proceso permitiría que el pueblo panameño —a través de representantes electos específicamente para esta tarea— defina las reglas fundamentales de convivencia. Esto generaría una mayor identificación y apropiación de la Carta Magna por parte de la ciudadanía, fortaleciendo así la gobernabilidad y la estabilidad a largo plazo.
En segundo término, esta vía abre la puerta a una revisión integral de las estructuras del Estado. Panamá enfrenta desafíos complejos en áreas como la justicia, la administración pública, la educación y la salud. Un proceso constituyente originario brindaría la oportunidad de diseñar instituciones más eficientes, transparentes y capaces de responder mejor a las necesidades de la población. Se podría debatir y consensuar sobre la separación de poderes, los mecanismos de control, la descentralización administrativa y la modernización de los órganos del Estado, buscando un modelo que promueva una gestión más eficaz y menos susceptible a la corrupción.
Asimismo, un proceso de esta índole tiene el potencial de ampliar y fortalecer los derechos fundamentales. La sociedad panameña ha evolucionado, y es crucial que la Constitución refleje estas transformaciones. Se podrían incorporar nuevos derechos relacionados con el medio ambiente, la diversidad sexual, el acceso a la tecnología y la protección de los grupos vulnerables. Igualmente, se podrían reforzar los mecanismos de protección de los derechos ya existentes, garantizando una mayor justicia social e igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos.
Otro aspecto clave es la promoción de una mayor participación ciudadana. Un proceso constituyente originario no debe limitarse a la elección de los constituyentes. Idealmente, debería incluir mecanismos de consulta y participación activa de la ciudadanía en la discusión y redacción de la nueva Constitución. Esto podría contemplar foros de debate, iniciativas populares y el uso de plataformas digitales para recoger propuestas y opiniones. Una constitución nacida de un proceso participativo tendría mayor legitimidad y respaldo social.
Además, este proceso podría ser una oportunidad para construir un consenso nacional sobre los pilares fundamentales del país. A través del debate y la negociación, se podrían superar divisiones históricas y consolidar una visión compartida de futuro. Esto fortalecería la identidad nacional y sentaría las bases para un desarrollo más armónico y equitativo.
Es innegable que un proceso de esta magnitud conlleva retos y exige un diálogo abierto, informado y respetuoso entre todos los sectores. Sin embargo, las implicaciones positivas para Panamá son demasiado significativas como para descartar esta vía. Un proceso constituyente originario, llevado a cabo con transparencia y participación, podría ser el catalizador de un nuevo amanecer, donde la justicia, la equidad y la voluntad popular constituyan los cimientos de una nación más próspera y unida. La oportunidad de construir un mejor Panamá está sobre la mesa: es hora de considerarla con la seriedad y la esperanza que merece.
El autor es abogado.