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Un viaje a Colombia con siete dólares, 1956

Un viaje a Colombia con siete dólares, 1956
Un señor esperando un bus recostado a un poste de luz en una de las grandes carreras o avenidas de Bogotá; al fondo, el el cerro de Monserrat. Foto/captura de pantalla/Leo Matiz (Youtube)

Con los scouts del Colegio Javier hice mis primeros viajes por el país, a las cuevas del río Chilibre, a Chitré y a San Blas en un barremina de la Marina americana. Un día se rumora que haríamos un viaje al exterior. Mi madre, que de día era maestra en El Chorrillo y estudiaba en la Universidad de Panamá de noche, logró reunir los $50 del pasaje. Nos embarcamos en el puerto de Balboa, Zona del Canal, y ella, antes de bajar a tierra, me dio 7 dólares para mis gastos.

Zarpamos en el Américo Vespucio, torpedeado en Génova por los ingleses durante la Segunda Guerra Mundial, junto al Cristóforo Colombo y el Usso di Mare. Tras la guerra, Italian Line los reflotó, los chapisteó y los puso a llevar carga e inmigrantes entre Europa y las Américas. Hubiese preferido el Cristóforo, pero el Américo estaba bien, pues nuestro continente llevaba su nombre y él había sido piloto mayor y cartógrafo.

Como pasajeros de tercera, dormíamos en el casco cuyo metal absorbía el intenso calor diurno que, de noche, despedía como sofocante radiación. Dormíamos entre la sala de máquinas y la de carga, sin ventanas. Algunos optaron por dormir en cubierta. No lo hice por temor a caer al mar.

Comíamos pastas y pan en largas mesas de madera del comedor, con familias campesinas italianas que migraban a Chile. Como vimos que los waiters servían a los niños italianos una chicha que parecía Kool-Aid de uva, les pedimos nos sirvieran. Pero resultó un vino amarguísimo que dejamos. Pedimos vasos de agua y dijeron que el agua solo era para bañarse.

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El Salto del Tequendama es famoso pues allí el libertario Simón Bolívar se escapó de las tropas realistas, saltando de una orilla a la otra. Imagen cortesía de la Alcaldía de Soacha (Colombia).
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El Salto del Tequendama es una imponente cascada de aproximadamente 157 metros de altura, ubicada en la zona rural del municipio de Soacha, Cundinamarca, a unos 30 km al suroeste de Bogotá. Imagen tomada del sitio web de la Alcaldía de Soacha

De día explorábamos la nave y en la sala de recreación jugábamos dominó con los marineros que no estaban de turno. Perdimos todas las partidas. De lejos admirábamos a las niñas italianas. Entre los scouts mayores apostaban quién sería el primero en hablarles. “Chachi” Quiroz dijo que él iría, pues el italiano y el español eran lenguas hermanas. Fue y les dijo algo que sonaba a español panameño con acento italiano. Ellas rompieron a reír y, con señas, le indicaron que regresara a nuestra tribu.

Desembarcamos en Buenaventura. Un bus nos llevó por una carretera de cascajo hasta Cali. Paramos en una tienda y bar con clientela campesina, con ruanas y caballos amarrados afuera. Pedimos sodas. El tiendero preguntó: ¿sodas o gaseosas? Dijimos: sodas y frías. No las bebimos por ser sodas simples usadas en Panamá para highballs. Unos scouts retaron al billar a los campesinos, perdiendo los nuestros. Decidido a defender los colores patrios, mentí y dije que traía de Chiriquí grandes destrezas, pero en vez de darle a la bola con el taco, rasgué la tela verde del tapiz de la mesa. El cantinero, enfurecido, dijo que esa tela era cara y me quitó el taco.

Un viaje a Colombia con siete dólares, 1956
Una vista de la monumental Catedral de Sal de Zipaquirá. Imagen tomada del sitio web de la Catedral de Sal

En Cali nos albergó el colegio jesuita Berchmans y el Club San Fernando nos dejó usar su piscina. Club que recuerdo al escuchar a Pacho Galán tocar el merecumbé “San Fernando”. Visitamos la Hacienda El Paraíso con su casa de teja y jardines, hecha famosa por Jorge Isaacs en su novela María, que leíamos en clase.

Cuando en 1956 leí en los diarios de Panamá que en Cali habían estallado camiones del ejército llenos de dinamita, con muchos muertos y heridos, sentí como si hubiese ocurrido en el Istmo.

Un tren jalado por una vieja locomotora quemadora de carbón nos dejó cubiertos de ceniza en Manizales. Emocionados, veíamos el Nevado del Ruiz. Según los meseros de la pensión, era un volcán muerto, con 5,300 metros de altura y nieves perpetuas. Lo comparábamos con el volcán Barú, punto más alto de Panamá, con 3,400 metros y sin nieve. Fuimos en bus a visitarlo comentando lo que haríamos con la nieve. Desoyendo al conductor, quien aconsejó ir despacio por la altitud, corrimos a organizar una guerra con bolas de nieve y pronto el mareo acabó con el conflicto.

En Bogotá nos alojó el Colegio San Bartolomé, fundado por los jesuitas en 1604. Recorrimos la ciudad, visitamos la Universidad Javeriana, el Salto de Tequendama y la Catedral de sal en Zipaquirá. De allí traje dos novedades a casa: piedras de sal de mina y piritas de oro.

Un DC-6 de la Fuerza Aérea Colombiana nos llevó a Barranquilla. Nos alojamos en Puerto Colombia, en una casa de ejercicios espirituales de los jesuitas frente a la playa, donde al atardecer jugábamos béisbol con una bola de tenis. Hans Svatos fue el pitcher ganador. En el vuelo a Panamá, los pilotos volaron a baja altura y apreciamos el hermoso archipiélago de San Blas. Al aterrizar en Albrook, traía 5 dólares de vuelto.

Ya en casa, a orillas del río Chiriquí Viejo, al preguntarme qué traía de bueno de Colombia, además de los cuentos, mostraba la sal de piedra, ya que solo se conocía la sal marina. Como los abuelos habían buscado en vano la famosa mina de oro La Estrella, los primos sufríamos la fiebre del metal. Al mostrarles las piritas de hierro les decía que, cuando diéramos con la famosa mina de igual tamaño, serían las pepitas.

Para un niño del río más lejano al poniente de la capital, este viaje hace siete décadas amplió mucho su visión del mundo.


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