En recientes declaraciones, el presidente de la República responsabilizó al ciudadano y a las empresas nacionales por la baja recaudación fiscal del Estado e hizo referencia a la supuesta evasión de impuestos y al hecho de no pedir factura del ITBMS como una de las causas de la crisis financiera nacional. Sin embargo, este discurso omite un factor determinante y del que nadie habla: el sacrificio fiscal que el propio Estado asume al otorgar una serie de incentivos tributarios a sectores económicos específicos, sin una fiscalización rigurosa de su retorno y rentabilidad.
El principio del “sacrificio fiscal” hace referencia al acto voluntario del Estado de renunciar, total o parcialmente, a la percepción de tributos, con el supuesto fin de estimular ciertos sectores estratégicos de la economía. Este principio, aunque legalmente reconocido y regulado, debe aplicarse de forma racional y con mecanismos estrictos de control. De lo contrario, se convierte en una puerta abierta a la desigualdad y a la irresponsabilidad tributaria.
A diferencia de los subsidios sociales, que buscan proteger a los sectores más vulnerables (como los de la energía, vivienda, becas, combustible, metro, entre otros), los incentivos tributarios no se entregan como transferencias directas, sino como reducciones o exenciones de impuestos a empresas o inversionistas. La diferencia es sustancial: mientras los subsidios se dirigen a atender necesidades básicas y reducir desigualdades, los incentivos suelen beneficiar a actores económicos que ya gozan de ventajas fiscales.
Según cifras del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), para el año 2023 Panamá dejó de percibir más de USD 145.87 millones por concepto de incentivos tributarios (esto excluyendo los subsidios sociales). Estos beneficios tributarios se concentran en sectores como las zonas francas, la industria marítima, el sector financiero, los megaproyectos de inversión extranjera y ni hablar de los que estuvimos a punto de otorgar en el contrato minero, además de otros beneficios a empresas que facturan millones de dólares pero tributan cifras simbólicas o nulas en Panamá.
Este sacrificio fiscal está respaldado por normas como la Ley 41 de 2007 Sedes de Empresas Multinacionales (SEM), la Ley 32 de 2011 (Zonas Francas), y la Ley 6 de 1998 (Ciudad del Saber), las dirigidas al Turismo, entre muchas otras. El problema no es la existencia de incentivos como tal, sino su falta de fiscalización: ¿realmente generan los empleos prometidos?, ¿estimulan la economía local?, ¿qué retorno tienen para el país?
Mientras tanto, el ciudadano común —el asalariado, el pequeño empresario, el profesional independiente— debe enfrentar fiscalizaciones, multas y cargas tributarias sin los mismos beneficios ni flexibilidad. En lugar de promover una reforma tributaria progresiva y equitativa, el discurso oficial apunta a los sectores más vulnerables como responsables del desbalance fiscal, sin cuestionar el costo real del sacrificio tributario selectivo.
No podemos hablar de justicia tributaria y fiscal sin revisar quiénes realmente contribuyen al sostenimiento del Estado y quiénes se benefician de exoneraciones sin aportar proporcionalmente. Una política tributaria responsable exige transparencia, evaluación constante y sobre todo, una visión inclusiva que no sacrifique el bienestar colectivo en favor de intereses particulares.
El autor es abogado.