El jueves 5 de junio, la carretera Panamericana a la altura de Arimae, comunidad indígena emberá del Darién, se vivió un choque entre inconformidad y autoridad.

Por ocho horas, jóvenes encapuchados lanzaron piedras, palos y bombas molotov contra efectivos del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront), que respondió con furia: gases lacrimógenos, proyectiles de goma y un cerco cerrado que se extendió incluso dentro de la comunidad.
El enfrentamiento dejó heridos de ambos bandos, una casa quemada, ancianos y niños afectados por la exposición a gases y la comunidad envuelta en una nube de indignación que aún no se disipa.
Pero la furia de Arimae tiene raíces más hondas que el humo que impregnó sus montes ese día.
El no a la Ley 462
Sentados frente a una mesa en el salón comunal, a pocos pasos del congreso de la comunidad, los dirigentes de Arimae, una de las 45 comunidades indígenas que viven en tierras colectivas fuera de la Comarca Emberá Wounaan, explican que la protesta del 5 de junio no surgió de la nada.
Aquí es importante aclarar que los dirigentes indígenas entrevistados para esta nota solicitaron que sus nombres fueran omitidos por temor a represalias por parte de las autoridades.
“La Ley 462 es una ley que no responde a las aspiraciones del pueblo. Obliga a cotizar a trabajadores independientes sin garantizarles nada”, señala Jorge, uno de los líderes comunitarios, rodeado por un grupo de hombres adultos y jóvenes que escuchan en silencio.
La norma, que reforma el sistema de seguridad social, ha generado rechazo en diversos sectores del país. Pero en Arimae, la oposición se convirtió en acción desde el pasado 15 de mayo, cuando cerraron por primera vez la carretera.
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“Nosotros analizamos esa ley artículo por artículo. La comunidad decidió colectivamente salir a protestar. Aquí no hay decisiones impuestas desde arriba”, explican. “Tenemos jóvenes formados, tenemos opinión. No somos ignorantes como quieren hacer creer”, explica.
Desde entonces, organizaron cinco cierres de carretera. En cada uno, dicen, actuaron con orden: anunciaron la hora de inicio y fin, permitieron el paso de ambulancias, combustible y fallecidos. Pero, aseguran, la represión aumentó con cada manifestación.
La oficial emberá, la retención y el estallido
La tensión escaló días antes del enfrentamiento del 5 de junio, cuando circuló un video en redes sociales donde se observa a una oficial del Senafront, también miembro de la etnia emberá y residente de Arimae, cuando era retenida contra su voluntad por la comunidad.
“Ella salió uniformada en pleno momento de represión. La gente se alarmó. Temimos por su seguridad, por eso se le pidió que no saliera”, explica uno de los dirigentes. “Nunca fue secuestrada. Solo se le pidió que no cruzara por el medio del conflicto”, dice.
La reacción fue inmediata. Cinco líderes indígenas fueron procesados. Tres están detenidos: Lucrecia Caisamo, segunda cacique general de las tierras colectivas, fue trasladada al Centro Femenino de Rehabilitación, otros dos están en La Mega Joya.
El resto tiene arresto domiciliario. “No hay elementos suficientes, sólo una persecución contra quienes alzan la voz”, acusan los dirigentes.
‘Yo tuve que correr con mis hijos al río’
Martira, madre de tres hijos pequeños, revive lo que vivió ese jueves.
“El humo no dejaba respirar. Salí corriendo con los niños al otro lado del río. El agua estaba crecida, pero no había otra opción. Cuando regresé, mi rancho estaba en llamas”, cuenta.
El incendio de su vivienda fue atribuido por las autoridades a una bomba molotov lanzada por manifestantes. Pero Martira asegura que fue provocada por un artefacto lanzado por las fuerzas del orden.
“Ellos dicen que fue molotov, pero eso no explotó como molotov. Fue un fuego que cayó y comenzó a humear antes de prender”, dice, señalando un puñado de casquillos metálicos recolectados tras el enfrentamiento. “Cuando quisieron ayudar a apagar el fuego, ya era tarde. Todo estaba perdido”, narró.
La versión oficial: seguridad en tiempos de migración
A unos 50 kilómetros de Arimae, en el cuartel del Senafront en Metetí, el ambiente contrasta con la calma de las comunidades indígenas. Es un complejo militar amplio, rodeado de cercas altas y banderas ondeando al viento. En su interior, hombres y mujeres vestidos con uniformes camuflados se desplazan con paso firme entre vehículos todoterreno, jeeps de color verde oliva y camuflado, alineados con precisión.
Algunos agentes revisan equipos tácticos; otros se preparan para salir de patrullaje. El aire huele a tierra húmeda y gasolina. Desde una oficina en uno de los edificios administrativos, el subcomisionado Héctor De Sedas, jefe de la Brigada Oriental del Senafront, explica con tono mesurado lo que, desde su perspectiva, también ha detonado el descontento en Arimae.
Para él, el tema es más complejo. Empieza por decir que, para ellos, los acontecimientos de los últimos días no representan una situación cómoda. “La razón principal de nosotros para mantener el orden es la prevención antes que el control territorial o la represión del delito como tal. Entonces, este tipo de acciones contundentes que debemos hacer nos ponen como el brazo ejecutor del Estado para recuperar el orden público”, narra.
“Los cierres de vías son una medida extrema. Nuestra misión es mantener el orden. La nuestra es una función constitucional’, agrega.
El jefe del Senafront explica que el uso de la fuerza por parte de la institución se rige por principios muy específicos: debe ser diferenciada, progresiva y siempre en respuesta a una acción concreta por parte de los ciudadanos. Argumenta que esta lógica se basa en estándares internacionales y que recientemente han actualizado sus políticas de derechos humanos, para reafirmar su compromiso “con una intervención proporcional”.
Al referirse a las protestas, indica que, en situaciones donde grupos de manifestantes —de 200 a 300 personas— cierran la vía pública, el primer paso es acercarse al diálogo. Sin embargo, sostiene que muchas veces esta intención se ve interrumpida cuando reciben agresiones como pedradas, lo que obliga a cambiar el enfoque. Distingue entre dos tipos de manifestantes: los pacíficos, que buscan ejercer presión sobre el Estado, y los violentos, que acuden con palos, piedras y, en algunos casos, bombas molotov.
Desde la perspectiva de los dirigentes indígenas, lo que ocurre en sus comunidades es represión. En cambio, para el jefe del Senafront, las acciones de la fuerza pública responden a la necesidad de restablecer el orden y garantizar el derecho al libre tránsito del resto de la población.
Después de la migración irregular por Darién
También introduce un elemento adicional a la ecuación: la frustración social provocada por el fin del fenómeno migratorio irregular por la selva de Darién, que durante años alteró y sostuvo la economía informal local.
“Una de las consideraciones que nuestra institución ha analizado como efecto post migratorio son las problemáticas sociales que se dan no solamente en las comunidades que estaban adyacentes a los ríos sobre la ruta humanitaria, sino también a lo largo del resto de las comunidades indígenas”, afirmó el subcomisionado del Senafront en entrevista con este medio.
“Estas comunidades tienen una relación directa de familiaridad entre ellas y eran partícipes de actividades comerciales informales relacionadas a la migración: traslado de personas, venta de zapatos, medicinas, bebidas, ropa... Todo eso generaba ingresos”, afirma.
La migración irregular masiva por la selva del Darién entre 2015 y 2024 dio lugar a una economía paralela que se insertó profundamente en las dinámicas cotidianas. “Ahora que el fenómeno ha disminuido considerablemente, muchas personas se han quedado sin qué hacer”, añade el jefe del Senafront. “Eso ha generado frustración, resentimiento, y la necesidad de adaptarse nuevamente a actividades que habían dejado, como la agricultura”, complementa.
Para el alto mando del Senafront, esta transición abrupta está provocando cambios en la dinámica social, algunos con enfoque criminal. Reconoce que el Estado debe ahora generar una “sinergia gubernamental” para atender los efectos negativos de esa migración, tal como lo hizo durante la crisis.
“Ya estamos presentando planes y proyectos con otras instituciones e incluso con Naciones Unidas, para atender esta nueva realidad desde la seguridad pública, la seguridad nacional y la seguridad humana”, adelanta.
De comprobarse la teoría de la autoridad de Senafront, el caso de Arimae, entonces, no solo refleja una crisis local. También funcionaría como espejo de una región que experimentó los beneficios inmediatos, aunque informales, de la migración, y ahora enfrenta el desafío de reconstruirse sin ese motor económico temporal.
Pero, rechazan que su protesta esté motivada por la frustración social derivada del fin de la economía informal vinculada al flujo migratorio. Aseguran que la razón central de su lucha es su firme oposición a la Ley 462, que reformó el sistema de seguridad social.
¿Quién quema el país?
Lo cierto es que en Arimae persiste el olor a gas lacrimógeno. En las conversaciones, entrecortadas por la lluvia, se cuela una mezcla de rabia, miedo y orgullo.
“No somos delincuentes. Somos panameños que pensamos en el futuro”, insisten los dirigentes. Rechazan los señalamientos que los vinculan con partidos políticos o sindicatos como Suntracs. “Aquí no hay ni izquierda ni derecha. Solo hay comunidad”, afirma otro.
Mientras el Ministerio Público investiga la quema del rancho y se analiza la legalidad de las detenciones, la comunidad no descarta nuevas acciones. “Siempre analizamos antes de actuar”, dicen.
La tensión en Arimae no ha desaparecido. Aunque ya no hay humo en el aire ni gritos en la carretera, la desconfianza entre la comunidad y el Estado persiste. Las autoridades sostienen que actuaron para restablecer el orden; los dirigentes indígenas insisten en que solo defendían su derecho a protestar. Es el desencuentro quebrado de dos actores que antes se entendían. Durante años, Senafront y Arimae compartieron una convivencia que muchos en la comunidad recuerdan con respeto: ayuda mutua, vigilancia compartida, incluso afecto.
Hoy, ese vínculo atraviesa su momento más tenso. “Volveremos a ser amigos”, dice el jefe del Senafront. Mientras tanto, entre las ruinas del rancho incendiado y el eco de las detenciones, queda una verdad más compleja: un país que aún no logra integrar plenamente a sus pueblos originarios en las decisiones que los afectan, y comunidades que exigen ser escuchadas. El camino a la reconciliación, por lo pronto, se torna difícil.