A las 7:06 de la mañana, tres niños caminaban por la orilla de la carretera Panamericana. El cielo de junio, todavía gris, apenas empezaba a despejarse sobre Guacuco, una comunidad rural del corregimiento de Tortí, en el distrito de Chepo. Llevaban uniforme, mochilas gastadas y el paso constante de quien tiene un destino claro: la escuela bilingüe María Elena Díaz.
Al otro lado del portón, un grupo de mujeres esperaba bajo un techo de zinc. Son madres de algunos de los estudiantes y, esa mañana como muchas otras, estaban listas para apoyar en la cocina escolar. Ayudan con la merienda, el almuerzo, lo que se necesite. Aquí, enseñar también es un acto colectivo.
La escena podría parecer cotidiana, si no fuera porque en otras regiones del país, como Colón, Panamá Oeste, Veraguas, Chiriquí, Coclé y Bocas del Toro, escuelas y colegios oficiales se encuentran cerrados, con docentes en paro en protesta por la Ley 462, que reformó la seguridad social. En Guacuco, en cambio, las clases nunca se detuvieron.
En el centro del plantel, los niños hacían fila para entrar a sus aulas. Se escuchaban voces, saludos, algunas risas. Todo indicaba que era un día normal de clases, ajenos al clima de tensión social que se vive en gran parte del país.
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¿Dónde está Guacuco?
Guacuco es una de las más de 60 comunidades del corregimiento de Tortí, una extensa zona rural del este panameño, cercana a la frontera con Darién, donde habitan 10 mil 387 personas. La mayoría vive de la agricultura, la ganadería de subsistencia o el trabajo informal. Las cifras oficiales muestran que Tortí tiene un alto índice de pobreza multidimensional, con limitaciones en acceso a salud, educación continua y servicios básicos. A pesar de ello, la comunidad ha sostenido su escuela en pie.
El centro educativo María Elena Díaz ofrece clases desde preescolar hasta sexto grado. Según datos de la propia dirección, actualmente tiene 208 estudiantes matriculados. Y, según su directora, todos han seguido asistiendo.
“No hemos cerrado un solo día”, dice María Leidis Arroyo, directora del plantel. Reconoce que el contexto nacional es complejo, pero insiste en que el compromiso con los estudiantes fue lo que inclinó la balanza.
“Sabemos que la ley está afectando a todos, pero también tenemos claro que nuestros niños nos necesitan”, explica. “Aquí, las puertas han estado abiertas todos los días”, añade.
La decisión de continuar con las clases no fue producto de una orden externa, asegura. “Hay dos líneas que se cruzan: el derecho a la educación y el reclamo social. Hay que decidir cuál es la prioridad”.
Aunque no han parado, han optado por formas alternativas para dejar sentir su rechazo a la situación nacional. “Hemos hecho caminatas simbólicas, algunos padres y maestros han participado, pero sin cerrar la escuela”, añade la directora.
La comunidad de Guacuco sabe lo que significa quedarse sin clases. Aquí, donde muchos hogares tienen ingresos limitados y donde los niños a menudo dependen de la comida escolar como su principal fuente de alimentación del día, cerrar la escuela no es solo suspender el aprendizaje, es también suspender un soporte social.
Arroyo lo resume en una frase que repite como principio rector: “Aulas vacías, mentes vacías”.
En Guacuco, por ahora, las aulas siguen llenas.