Entre el 12 y el 15 de febrero de 2025, Estados Unidos expulsó de manera masiva a 299 ciudadanos de terceros países hacia Panamá, según un informe publicado por Human Rights Watch el 24 de abril. La organización internacional documentó que a estas personas se les negó el acceso al debido proceso y el derecho a solicitar asilo, además de ser sometidas a condiciones de detención que calificaron como inhumanas.
El informe, titulado “A nadie le importó, nadie nos escuchó: Expulsión de ciudadanos de terceros países desde Estados Unidos a Panamá”, recoge los testimonios de 48 de los afectados —15 hombres, 32 mujeres y un niño—, quienes relataron que sus peticiones de asilo fueron desestimadas de forma sumaria, sin la consideración adecuada a sus historias de persecución y riesgo.
Las historias
Apenas cruzaron la frontera de Estados Unidos, sus esperanzas comenzaron a desvanecerse. Eran hombres, mujeres y niños provenientes de lugares remotos: Afganistán, Angola, China, Rusia, Eritrea. Venían huyendo del dolor y la persecución, en busca de refugio en un país que prometía libertad.
The United States carried out mass expulsions of 299 third-country nationals to Panama, subjecting them to harsh detention conditions and mistreatment, while also denying due process and the right to seek asylum.
— Human Rights Watch (@hrw) April 27, 2025
In a new report, HRW documents the mass expulsions:… pic.twitter.com/4VxKeJ2Hge
Pero en enero de 2025, tras la toma de posesión del presidente Donald Trump, todo cambió. En su primer discurso, Trump habló de una “invasión” de extranjeros en la frontera sur. Las puertas del asilo, que antes se abrían con dificultad, fueron ahora violentamente clausuradas.
Entre el 12 y el 15 de febrero de ese año, 299 personas fueron expulsadas de Estados Unidos a Panamá. Según el informe, no hubo audiencias, ni abogados, ni entrevistas para explicar sus temores. Solo esposas, cadenas y vuelos militares hacia un destino desconocido.
Una mujer iraní de 27 años recordaría después el vacío de esos días. Se había convertido al cristianismo en su país, sabiendo que su fe podía costarle la vida. En suelo estadounidense, pidió ayuda una y otra vez. Pero la única respuesta que recibió fue el silencio. “Nadie me escuchó”, dijo. Un funcionario de migración le confesó que ya no podían aceptar solicitudes de asilo: la nueva orden era deportarlos, sin más preguntas, sin importar sus historias.
Muchos, como ella, trataron de explicar. Hablaron de persecuciones, de violencia, de miedos que les calaban los huesos. Pero los agentes miraban hacia otro lado. Nadie quiso escuchar por qué habían huido.

Las condiciones en los centros de detención eran inhumanas: frío extremo, incomunicación absoluta. No podían llamar a sus familias. No sabían dónde estaban. Algunos pensaron que morirían antes de obtener una respuesta.
Una joven afgana de 21 años pasó diez días encerrada. Cuando escuchó su nombre llamado una mañana, creyó que iba a ser liberada. Sonrió. Pero lo que la esperaba era un avión militar, esposada y encadenada, con destino desconocido.
Viaje a Panamá
El aterrizaje fue brusco. Bajaron del avión en un lugar que ninguno reconoció. Fue solo al ver las señales y escuchar a los soldados que supieron: estaban en Panamá. Allí tampoco hubo bienvenida. Los retuvieron en un hotel, sin teléfonos, sin visitas, sin contacto con el exterior. Días después, los trasladaron a una Estación de Recepción Migratoria en Darién, cerca de la frontera con Colombia, en condiciones aún más duras.
A principios de marzo, las autoridades panameñas les otorgaron un “permiso temporal humanitario” de 30 días, prorrogable. La consigna era clara: en ese tiempo debían irse, de vuelta a sus países o a donde pudieran. De los 299 expulsados, 180 aceptaron regresar, presionados bajo condiciones dudosas por la Organización Internacional para las Migraciones. “Me dijeron que no tenía otra opción que regresar”, contó un joven ruso perseguido por su orientación sexual.
Estados Unidos, según Human Rights Watch, violó flagrantemente el principio de no devolución, que prohíbe enviar a alguien a un país donde su vida corra peligro. Panamá, por su parte, aceptó cómplicemente a los expulsados sin garantizarles un proceso de asilo justo.

El director de la División de Derechos de Refugiados y Migrantes de HRW, Bill Frelick, fue contundente: “Estados Unidos envió a personas encadenadas a un país desconocido, sin ninguna oportunidad para solicitar asilo”. Hoy, algunos de esos migrantes siguen luchando por encontrar un lugar seguro. Sus historias de dolor y resistencia siguen siendo ignoradas por los gobiernos que les cerraron las puertas. Pero ahora, al menos, sus voces empiezan a ser escuchadas.
Todo esto forma parte de lo documentado por los migrantes ante Human Rights Watch.
¿Por qué migraron?
Bahara, una joven afgana, recuerda el momento exacto en que sus sueños de ser enfermera se desvanecieron: la llegada de los talibanes cerró las puertas de los hospitales a las mujeres y la confinó al silencio de su hogar. Al otro lado del mundo, Boris experimentaba una opresión distinta pero igual de brutal: en Rusia, tras denunciar la invasión a Ucrania en redes sociales, recibió la visita del Servicio Federal de Seguridad, que le ofreció dos caminos igualmente oscuros: la cárcel o el frente de batalla.
Ling también sabe lo que significa vivir bajo una amenaza constante. En China, su fe cristiana convirtió a su familia en objetivo del Estado: oraban en secreto, pero la persecución no tardó en alcanzarlos. En su huida, su historia resonaría en la de Ali, un joven iraní que, además de ser estigmatizado por su conversión al cristianismo, fue marcado como inservible por su tatuaje, símbolo de rebeldía y castigo social. La cicatriz que lleva en su brazo, resultado de intentar borrar su tatuaje con quemaduras, es un testimonio de hasta qué punto la intolerancia puede mutilar los sueños de una vida digna.

En Camerún, Stephanie vio su mundo derrumbarse cuando policías armados irrumpieron en su casa: fue violada, su padre asesinado y su hermano encarcelado. Aún convaleciente tras perder a su bebé, descubrió que también estaba marcada como “colaboradora” de la disidencia anglófona. La violencia la alcanzó de forma similar a Senayit, en Etiopía, quien sobrevivió al secuestro, la violación y la pérdida de su padre y su hogar a manos de milicianos. Ambas mujeres cargan con heridas visibles e invisibles, unidas por la misma desgracia de ser tratadas como enemigas en sus propios hogares.
Desde otra arista del horror, Imran, exsoldado afgano, huyó consciente de que su pasado militar sellaba su condena bajo el nuevo régimen talibán. Él y Asha, una joven somalí forzada a un matrimonio lleno de violencia, entendieron que no importaba cuánto resistieran: sus vidas corrían peligro en sus países. Asha, madre de cuatro hijos, sobrevivió no solo a los golpes de su esposo, sino también a intentos de asesinato, encontrando en su escape la única vía para salvar a su familia.
Historias dispersas, pero hermanadas por la violencia, la persecución y la negación de los derechos más básicos. En Panamá, en un refugio improvisado, se entrelazan los relatos de Bahara, Boris, Ling, Ali, Stephanie, Senayit, Imran y Asha: migrantes que no solo huyeron del hambre o la pobreza, sino de un sistema que intentó borrar sus identidades.