Miramar, un diminuto pueblo costero en la provincia de Colón, alguna vez fue solo un punto en el mapa, una postal perdida entre la selva y el mar. Hoy, sin embargo, es el escenario donde naufragan los sueños rotos de los migrantes venezolanos que, tras un viaje tortuoso y sin recompensa, regresan con el peso de la derrota sobre sus espaldas. Es el lugar donde se extingue una esperanza: la del sueño americano.
Años atrás, estos viajeros emprendieron una odisea de peligros y sacrificios con la mirada puesta en el norte, seducidos por la promesa de mejores días. Desafiaron el infierno verde del Darién, donde la selva devora a los desprevenidos, burlaron carteles y extorsionadores en Colombia y México, y alcanzaron las fronteras de Estados Unidos. Pero el destino les cerró el paso con el hierro de las políticas migratorias de Donald Trump, y lo que había sido una peregrinación por la esperanza se tornó en un exilio a ninguna parte.
Ahora, en un giro cruel, vuelven sobre sus propios pasos. Las mismas carreteras que los vieron partir con fe los ven regresar con la mirada vacía y las manos vacías. Centroamérica, que ya fue hostil cuando avanzaban, ahora les resulta todavía más adversa: caminos rotos, fronteras cerradas, retenes donde cada moneda se compra con miedo y desaliento.
En Miramar, donde la selva se funde con el mar, los migrantes se agrupan cerca del muelle como si esperaran la clemencia de las olas. Se apilan en lanchas que alguna vez transportaron turistas en busca de arenas doradas y que hoy son el último umbral de un éxodo que se rinde. Su destino es Colombia, desde donde seguirán el regreso hasta Venezuela o se perderán en los laberintos de Sudamérica, buscando un nuevo comienzo con menos espejismos.
Migración fallida
Evanán José González Caridad, con la piel curtida por la intemperie y el alma gastada, regresa con las manos vacías. Partió de Maracaibo hace más de un año con la certeza de que allá, en el norte, hallaría la dignidad que su tierra le negaba. Vendiendo lo poco que poseía, apostó por un futuro que nunca se materializó. Ahora, de vuelta, su testimonio es un grito de advertencia. “No lo hagan”, dice con voz resquebrajada.
El Darién, en su memoria, no es un bosque, sino una tumba. Cuando cruzó la selva panameña, el horror era cotidiano. Bandas armadas emergían de la espesura como sombras hambrientas, arrebatándolo todo. Mujeres ultrajadas, niñas de doce años marcadas para siempre. Y en el fango, cuerpos anónimos que ya no contarían su historia. Recuerda haber pasado junto a una tienda de campaña donde yacían, olvidados por el tiempo, una madre y sus dos hijos, consumidos por la muerte y el calor.
Al salir de la selva, el mundo civilizado no le ofreció alivio. En México, el viaje era una ruleta de engaños: policías que extorsionaban, coyotes que vendían falsas promesas, autobuses que arrancaban dejándolos a la deriva tras arrebatarles el dinero. Cuando finalmente alcanzó Ciudad de México, el trabajo se volvió una condena: jornadas de quince horas por un salario que apenas le permitía mantenerse en pie.
La resignación lo alcanzó como un golpe seco. No podía seguir, ni siquiera sabía por qué había resistido tanto. Con lo poco que ahorró repartiendo agua, compró su salida. TikTok le indicó el camino de regreso. En seis días desandó la ruta que le había costado meses recorrer. Su meta es simple: abrazar a su madre y pedirle perdón. “Ella me dijo mil veces que no me fuera”, confiesa con la mirada clavada en el suelo. Ya no emigrará nunca más. El sueño, dice, hay que enterrarlo. “Volvemos sin nada. Hay que empezar otra vez”.
Triste regreso
En la frontera entre Costa Rica y Nicaragua, la esperanza de Isamar Ochoa se estrelló contra una dura realidad. Después de cinco años en Perú, donde había forjado sueños y expectativas, su camino hacia el “sueño americano” se detuvo sin aviso. La travesía, que había comenzado con una visión clara del futuro, se desvaneció cuando se dio cuenta de que ni el dinero ni la suerte estaban de su lado. La frontera se cerró ante ella y no hubo oportunidades, solo la inmensa frustración de estar atrapada entre dos mundos: uno que le prometía un futuro mejor y otro que la desbordaba con sus promesas rotas.
A pesar de que el Darién, la temida selva, quedó atrás sin los horrores que muchos migrantes temen, Isamar nunca dejó de sentir el peso de su lucha. La selva no la robó ni la vio caer, pero la naturaleza implacable del trayecto dejó cicatrices en su cuerpo y en su alma. Caminó durante días, sorteando ríos y montañas, cargando en brazos no solo a su hijo, sino también el peso de un futuro incierto. En cada paso, la selva le mostró su fragilidad, esa fragilidad humana que se expone ante la naturaleza y la adversidad. Sin embargo, lo que más dolió no fue el cansancio físico, sino el instante en que se dio cuenta de que su destino no sería el anhelado Estados Unidos, sino una espera sin fin en un refugio en Panamá. Ahora, en Santa Isabel, el tiempo se mide en días vacíos. Isamar espera, sin un rumbo claro, sin dinero y sin respuestas.
Mientras tanto, Michael Anderson del Cabo Ruiz, un joven venezolano, emprendió un viaje que lo llevó por Colombia, Ecuador, Perú y Brasil, hasta llegar a la frontera del Darién. En la jungla, la supervivencia fue su único pensamiento. Recuerda con angustia el hambre, la sed y los cadáveres que encontró en su camino. El Darién, ese monstruo natural, no solo es un cruce de fronteras, sino un infierno donde muchos se pierden sin dejar rastro. Michael avanzó solo, sin descanso, mientras otros migrantes sucumbían a la fatiga o la desesperación. Para él, el Darién fue una prueba, un rito de paso que lo marcó, pero que no detuvo su camino hacia un futuro incierto.
Al llegar a México, Michael creyó que el final de su viaje estaba cerca, pero la realidad lo golpeó con fuerza. En lugar de encontrar estabilidad, se vio forzado a trabajar en la construcción en condiciones precarias, sin un techo seguro y con la amenaza constante de los cárteles de droga. La vida en México fue una lucha continua por sobrevivir, y pronto descubrió que las oportunidades que había buscado en América Latina eran tan escasas como en Venezuela. Cuando fue detenido y deportado, su esperanza se redujo aún más. No obstante, siguió luchando, llegando finalmente a Costa Rica y ahora a Colón.
Como Isamar, Michael reflexiona sobre el “sueño americano” que ya no es alcanzable. “El sueño americano ya se acabó”, dice con resignación. Quizás, algún día, en Colombia o en algún rincón olvidado de América, logre reconstruir su vida.
El secuestro
Por su parte, Evelyn, otra migrante venezolana, también ha tenido que enfrentar la desilusión y el dolor. Su travesía comenzó con la esperanza de encontrar una vida mejor en Estados Unidos, pero al llegar a Texas, fue detenida y deportada. “Nos deportaron por el puente de Santa Teresa”, recuerda con tristeza. Desde ese momento, su vida se detuvo en una encrucijada. El sueño de llegar al norte se esfumó y ahora se encuentra en Santa Isabel, Panamá, esperando una oportunidad para seguir su viaje o, al menos, regresar a Venezuela. Como Isamar y Michael, Evelyn ha vivido el infierno de ser migrante, enfrentándose a la crueldad de los cárteles de droga en México, donde ella y sus hijos fueron secuestrados y obligados a pagar un rescate.
A pesar de todo, Evelyn sigue buscando una salida. En Santa Isabel, la esperanza es lo último que queda. Sueña con regresar a Chile, un país al que considera su hogar después de haber vivido allí durante años. Aunque el dinero para regresar a Venezuela o continuar su viaje se le escapa de las manos, Evelyn mantiene la esperanza de que un día podrá reunir los recursos suficientes para ir a Chile, el lugar donde cree que finalmente podrá reconstruir su vida. Pero, como todos los migrantes varados en este pueblo costero del Caribe panameño, su futuro sigue siendo una incógnita.
Una comunidad sin recursos
En Santa Isabel, la marcha inversa del éxodo se siente en cada rincón. Amed Meza, alcalde del distrito, ha visto pasar a cientos de migrantes en las últimas semanas. “Nosotros hemos estado ayudando, pero la situación es dura”, dice con la voz cansada. Santa Isabel, antes un pueblo de pescadores, es ahora una frontera invisible entre la derrota y la resignación.
El flujo es constante: entre 80 y 100 personas llegan cada día al puerto esperando una lancha que los aleje de su fracaso. “La comunidad hace lo que puede, pero necesitamos apoyo”, advierte Meza, quien también cuenta con una embarcación para transportrar a los migrantes. Con camiones de basura averiados, un centro de salud sin insumos y un sistema de agua potable al borde del colapso, el esfuerzo humanitario se torna una carga imposible de sostener.
El cambio de ruta hacia Santa Isabel fue improvisado. Un accidente en la travesía original de Cartí, Guna Yala, obligó a las autoridades a buscar una vía más segura. Ahora, este muelle de madera y salitre es el umbral de un regreso sin gloria.

El proceso es rápido. En una noche, los migrantes se acomodan donde pueden y, al amanecer, abordan las embarcaciones. Pero el pasaje no es gratuito. “El viaje hasta La Miel cuesta 200 dólares, pero hay opciones hasta Necoclí de 250 dólares”, explica Meza.
Quienes no pueden pagar aguardan por cupos humanitarios, tan escasos como la fe en el porvenir. De momento, la comunidad resiste con lo poco que tiene. Las lanchas siguen partiendo al amanecer, llevando consigo no solo cuerpos agotados, sino un cúmulo de desilusiones. Porque en Miramar, el sueño americano no solo muere, sino que se hunde en el mar sin dejar rastro, como un naufragio silencioso, sin testigos ni retorno.
