Este 2025, el pueblo guna celebrará un siglo de la Revolución de Dule, cuando proclamaron su independencia de Panamá. Comparto estas notas de 1970, al regresar a Panamá recién graduado de Antropología de la Universidad de los Andes, Bogotá.
Bajé el Magdalena en un remolcador que transportaba cemento. De Barranquilla fui a Cartagena, y la lancha Doris me dejó en las islas de San Bernardo, donde realicé mi tesis. Un pescador me dejó en Tolú.
En Coveñas, me embarqué en la “Mary C”, una canoa dedicada a vender productos colombianos en San Blas a cambio de cocos, el dólar vegetal de los gunas. Unas 50 naves se ocupaban de este comercio. Era la típica canoa de madera y dos puntas, con capacidad para llevar 20,000 cocos. La “Río Sucio”, el Titanic del Atrato, podía transportar 100,000 cocos.
Mi canoa era de Lorica, y sus marineros provenían de La Rada y Moñitos. Ganaban cien pesos por viaje, unos US$10, más la comida que suplementaban comprando animales, aves y productos agrícolas para vender. El capitán ganaba 400 pesos por viaje. En la bodega venían sacos de café, que, vía la Zona Libre de Colón, se exportarían al mercado internacional para que Panamá completase su cuota. También traía sacos de arroz, azúcar y cemento zinc.
Recalamos en Isla Fuerte y Tortuguilla. A medianoche, en pleno Golfo de Urabá, el motor se paró. La canoa carecía de radio para avisar. Temía que el capitán, que además era el mecánico, no pudiera arreglar el motor y las corrientes nos sacaran mar adentro. Era una noche oscura, con truenos y relámpagos. Amaneció y el mecánico no había reparado el daño. El cocinero, preocupado, nos decía, “arroz pelao”. La tripulación preguntaba: “¿y qué vamos a comer?” y él respondía: “arroz pelao”.
El agua estaba clara, y muchos peces rodeaban el casco. Me coloqué la máscara, las chapaletas y, con mi arpón, pesqué dos tiburones pequeños que el cocinero peló, cortó en grandes trozos, sazonó y cocinó. La comida quedó sabrosa y alcanzó para todos.
Cuando el motor arrancó, nos dirigimos hacia Cabo Tiburón. Una bruma cubría la costa rocosa. El capitán redujo la velocidad. De repente, un marinero gritó: “¡Cabo Tiburón!” En Puerto Obaldía, encontramos muchos indígenas colombianos y otras canoas que venían a pagar los $45 dólares por el permiso que la aduana panameña les cobraba por comerciar con San Blas. Sin embargo, usualmente les cobraban entre US$90 y US$100 sin recibo. Un par de agentes subieron a mi canoa y, al ver las gallinas, pavos y puerquitos de los marineros, dijeron: “¿y esto de quién es? Dámelo, tengo rato que no pruebo puerco”. Sin tapujos, les robaban estos animales.
El capitán de la “Mary C” me dijo que la aduana le pedía $120 por el permiso y me pidió prestados $60 dólares. Le dije que sí, pero que les preguntara si aceptaban cheques viajeros. Me dijeron que sí. Los firmé frente a los agentes de aduana. En la bahía de Carreto, encontramos otra canoa de Tolú. Se nos acercaron dos cayucos gunas, que subieron a bordo y cambiaron 40 cocos por dos iguanas. Esa noche, apareció un bote con motor fuera de borda, cargado de contrabando para Turbo. Traía cajas de whisky escocés, cartones de cigarrillos americanos y loza.
Paramos en Caledonia, Tubaná y Mulatupo, donde mujeres gunas subieron a vender sus cocos. En Isla Pinos, los marineros vendieron cuadernos escolares, lápices, pasta de dientes, ñames y plátanos.
Pregunté a los gunas por qué preferían comprar azúcar y arroz en sacos a las canoas. Dijeron que era más barato que en Colón. Un quintal de azúcar a bordo costaba $7, y en Colón $11. El de arroz costaba $8 a bordo, mientras que en Colón valía $14. Las canoas eran las tiendas flotantes de las islas.
Ustupu, el mayor pueblo kuna, contaba con un monumento a Nele Kantule, el gran saila fundador de la comarca y líder de la Revolución de 1925. Estaba enterrado en una pequeña islita cerca del muelle. Me impresionó ver cuántos gunas tenían motores fuera de borda, que en Colombia eran muy caros, reflejo de los dólares que los trabajadores guna ganaban en las bases militares de la Zona del Canal.
Una noche, me senté frente a la cárcel y la cancha de baloncesto, deporte favorito de los gunas. Un jugador, un simpático preso que lo dejaban salir para completar el equipo, se me acercó y me dijo: “Oye, Ameriki, cómprame una soda”. Desde el muelle, observé la reunión en la Casa del Congreso. Parecía que todo el pueblo se congregaba para escuchar al saila y a sus voceros, y discutir los asuntos del pueblo.
Recalamos en Ogobsupun, Mamitupu, Achutupu y Ailigandí, donde había una sólida iglesia bautista y un hospital fundado por un médico norteamericano, el Dr. Gruver. Vivía allí desde hacía 4 años, apoyado por una enfermera de Tennessee y otra de Australia. Muchos de los pacientes eran colombianos. El médico atendía tanto a gunas como a colombianos, sin cobrarles.
En Playón Chico, entregué unos libros que el Dr. Gruver enviaba a la bibliotecaria. En Narganá, tomé la avioneta hacia Paitilla. Ese fue, pues, mi periplo de Bogotá a Narganá y Panamá hace medio siglo.
El autor es antropólogo.