Hermelinda Alvarado, mejor conocida como “Maminda”, era la matriarca de El Islote, el único caserío de las islas de San Bernardo, 60 millas náuticas al oeste de Cartagena. En 1969 realicé allí el trabajo de campo para mi tesis en antropología de la Universidad de Los Andes, Bogotá, graduándome en 1970. “Maminda” fue como una madre sustituta, pues me abrió las puertas de su hogar y me trató como a uno de sus hijos. Era excelente cocinera y panadera. Hacía el mejor arroz con coco de la costa del golfo de Morrosquillo. Fue una de mis mejores informantes, pues en su cabeza guardaba la historia del caserío y de sus familias. Sus ancestros fueron de los fundadores. Eran “baruleros”, es decir, gentes de la isla de Barú. Llegaron a pescar y arponear tortugas en tiempos de la Guerra de los Mil Días (1899–1902).
Con frecuencia pienso en las casualidades que me llevaron a El Islote. En 1968 estudiaba para los exámenes finales de antropología en la Universidad de California en Los Ángeles. Planeaba ir a Berkeley a hacer la maestría y el doctorado. Pero 1968 resultó ser un annus terribilis. Se agravó la guerra en Vietnam. Una carta me ordenaba presentarme en Fort Ord para iniciar el servicio militar. Tras mucho meditarlo, decidí no asistir por razones morales.
Ralph Beals, mi profesor, me recomendó dos universidades en América Latina con buenos departamentos de antropología: la UNAM, en México, que estaba revuelta por los hechos de Tlatelolco, y la Universidad de Los Andes, en Bogotá, donde su amigo, el doctor Gerardo Reichel-Dolmatoff, había fundado un nuevo departamento.
Un sábado a medianoche, cuando miles de soldados regresaban a sus bases desde Tijuana, crucé la frontera en mi viejo busito Volkswagen y emprendí solo el viaje de 4,600 kilómetros hasta la finca de mi madre y tías, a la vera del río Chiriquí Viejo. Atravesé la peligrosa carretera de La Encantada, pero en una curva choqué con unas reses que bloqueaban el camino. Perdí el control y el busito quedó zigzagueado. Súbitamente sentí como si una mano sujetara el timón, y quedé al borde del volantín. Alcancé Caborca, la hija del desierto, donde recalé varios días mientras reparaban los daños. En Mazatlán descansé en casa de la familia Rosas, cuyo abuelo tenía un puesto de venta de carne en el mercado.
Entré a Guatemala por la frontera sur. Una señora costurera me pidió un aventón. En pleno camino me confiesa que las dos cajas que traía eran telas de contrabando compradas en México. Sin saberlo, entraba en tierras de guerra de guerrillas. Al dejarla en Ciudad de Guatemala, frente a un edificio, hombres armados salieron ordenándome que bajara. Como no lo hice rápido, el joven oficial me puso la pistola en la frente y me dijo: “Vos, cerote hijo de puta, ¡ahorita te bajás!”. Tras catearme el carro, me gritó que me arrestarían por ser colaborador de la guerrilla y que me enviarían de vuelta.
Voté por primera vez en las elecciones presidenciales de Panamá de 1968. Escribí al doctor Reichel-Dolmatoff, quien me aceptó en el Departamento de Antropología de Los Andes, con un préstamo del IFARHU. Viajé a Bogotá, quedándome primero en la Pensión Alemana. Colombia era el polo opuesto a California. Mis guaraches o cutarras mexicanas, con suelas de llantas, llamaban la atención, pues los jóvenes estudiantes de antropología vestían saco y corbata. En eso ocurrió el golpe de Estado en Panamá, y me llegaron noticias de que algunos de mis familiares estaban siendo perseguidos y que en las cabeceras del río Chiriquí Viejo se había levantado una guerrilla.

Aproveché momentos libres para viajar a dedo y en bus por Colombia, buscando un sitio donde me sintiera a gusto para hacer mi trabajo de campo. Un día, al amanecer, acababa de bajarme de una chivita en la playa de Tolú cuando vi a tres pescadores que levantaban las velas de su cayuco, prestos a partir. Les pregunté:—Muchachos, ¿para dónde van?Me respondieron que para las islas de San Bernardo, “pa’ El Islote”.Les pregunté si esas islas eran bonitas. Contestaron que sí, muchísimo.Les dije:—Bueno, muchachos, ¿me llevan?—¡Sí, embárquese! —respondieron.
A medio golfo de Morrosquillo murió el viento. Entonces uno de los pescadores gritó: “¡Ahí viene la INCORA!”. Era la lancha del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, que se acuaderó al lado de la balandra. En ella venían el ingeniero Daniel Peña y Ramiro Fuertes, que iban para El Islote a organizar una cooperativa de pescadores. Me invitaron a acompañarlos. Me dijeron que nos quedaríamos con una señora que les daba alojamiento, quien cocinaba muy bien y era excelente anfitriona. Todos la conocían como Maminda.
Al día siguiente salí con los pescadores a bucear en los arrecifes y quedé asombrado de la extraordinaria belleza de la naturaleza submarina del Caribe colombiano. Le dije a Maminda que, cuando llegara el momento de hacer mi tesis, regresaría a El Islote para estudiar la comunidad. Ella me respondió:—Venga, que lo espero.Y así fue.
Donde sea que esté Maminda, quisiera que pudiera ver estas fotos y saber lo agradecido que estoy con ella por haber sido como una madre adoptiva para este joven estudiante de antropología tan alejado de su tierra.