Fue 1968 un annus horribilis. Se agravó la guerra en Vietnam. A semanas de exámenes finales de mi último año en antropología en la Universidad de California fui llamado al servicio militar. Por razones morales no me reporté. Mi profesor Ralph Beals me recomendó escribir a su amigo Gerardo Reichel, fundador del departamento de antropología en la Universidad de Los Andes, Bogotá. Entré a México por Tijuana y manejé solo 4,300 kilómetros hasta Panamá.
Escribí al Dr. Reichel y me aceptó como graduando, validando mis materias. Tras votar enmis primeras elecciones presidenciales en Panamá y gestionar un pequeño préstamo del Ifarhu, partí para Bogotá, conmovido por el Congreso Eucarístico y la visita del Papa.
Políticamente el país y las universidades estaban agitadas. Los Andes subió las matrículas, sobre todo a los extranjeros. Al ir a pagarla había subido de 3,660 a 4,050 pesos. Quedé debiendo 1,000 pesos. La tasa de cambio era de 16.32 pesos al dólar. Era obligatorio realizarlo en el Banco de la República.
Acercándose las vacaciones de Navidad, una compañera de la universidad, Barbara Siegel, me acompañó a viajar a dedo y con poco dinero. Los camioneros fueron excelentes conversadores y conocedores de los pueblos que recorrían. Un camión de gaseosas nosdejó entre Bogotá y Valledupar. Ya de noche nos recogió un camión cisterna de gasolina y a las 6:00 a.m. nos apeamos en Valledupar, cabecera del Departamento de El Cesar. Solo las cantinas estaban abiertas, donde conjuntos tocaban los éxitos de Alejandro Durán, rey del PrimerFestival del Acordeón Vallenato. No querían que nos fuéramos sin escuchar una vez máséxitos como Alicia Adorada y Mi Pedazo de Acordeón.
A Valledupar me había invitado Leonor Palmera, estudiante de antropología y reina de belleza del Cesar para Miss Colombia. Su padre, don Ricardo Palmera, era un prestigioso abogado de Valledupar que nos alojó en su oficina. Su familia nos trató con suma hospitalidad. Fuimos al Guatapurí, río que nace en la Sierra Nevada de Santa Marta. Era hermoso verlo correr entre barrancos rocosos, con sus bellos playones y charcos. El día estaba caliente, pero sus aguas frías por ser nieve derretida.

El atractivo turístico era una galera, mezcla de cantina y pista de baile, con paredes y techo agujereados. Súbito aparecieron empistolados que se sentaron en la mesa a espaldas dela nuestra. De repente un estruendo me ensordeció: habían disparado al techo. Los saloneros dijeron que no nos preocupásemos, pues era costumbre de la gente baleando techo y paredes por estar contentos o bravos. Pregunté al que disparó cuál era su motivo y dijo que por el triunfo de Alejo Durán.
Dormíamos en la oficina de don Ricardo. Un día vino con su hijo mayor, Ricardo. Era joven y muy serio. Pensé que le incomodábamos. Décadas después leí en los diarios que en Quito habían capturado y extraditado a Estados Unidos a un comandante de las FARC, apodado Simón Trinidad. Era de Valledupar y su nombre Ricardo Palmera. Era el hijo de don Ricardo.
Dejamos Valledupar pasando zonas algodoneras, antiguas zonas bananeras y ciénagas hasta Santa Marta, que nos gustó, y permanecimos una semana. Visitamos aldeas de pescadores como Taganga y Villa Concha. La costa rocosa con pequeñas bahías y aguas muy cristalinas. A 5 kilómetros estaba San Pedro Alejandrino, hacienda donde murió Simón Bolívar. Un monumento nacional. Dormíamos en El Rodadero, un balneario a 10 kilómetros de la ciudad, que parecía Miami Beach. Los muchachos de la policía nos alojaron gratis en el garaje del cuartel por la semana que pasamos con ellos.

Pasada la Navidad, en cinco aventones llegamos a Barranquilla, el último en un camión cervecero. Barranquilla está sobre el Magdalena, río que cruzamos en ferry. El río parecía tener 200 metros de ancho. La ciudad, de unos 700,000 habitantes, estaba sucia y fea como toda ciudad industrial. Un señor, cuyo hijo estudiaba en La Javeriana, nos llevó en su carro a conocerla. Salimos a las 3:00 p.m. hacia Cartagena. En un retén de la policía nos recogieron unos vendedores de la Cervecería Karla de Medellín. Nos compraron el almuerzo y gaseosas. A las 7:00 p.m. llegamos a Cartagena, durmiendo en las oficinas de la cervecería. Al otro día llamé a Blas López, uniandino, y fuimos huéspedes de su familia, dueña de un conocido taller de mecánica. Partimos el 3 de enero.

Visitamos los viejos fuertes coloniales de Cartagena: el castillo de San Felipe, dos a la entrada de la bahía y dos dentro de ella. Los monumentos no estaban tan bien cuidados como los de México. Los guías sabían poco de su historia. Aunque sucia, la ciudad tenía una gracia que carecía Barranquilla. En Cartagena sentimos la historia.
Pensábamos ir a las islas de San Andrés, pues el capitán del barquito Johnny Cay nos llevaría a cambio de lavar platos y limpiar pisos. Islas colombianas a 200 millas de la costa de Nicaragua, habitadas por gente negra de habla inglesa que no quería a los colombianos, a quienes llamaban “Panyaman”, es decir, “Spanish man”.
Las carreteras de Colombia eran pésimas. El centro del país son cadenas montañosas que marcan las culturas regionales. Entre los de la costa —Santa Marta, Barranquilla y Cartagena— y los del interior. Los costeños llamaban a los del centro “cachacos”, término despectivo cuyo significado no me quedó claro. El bogotano formalista, muy de etiqueta. El costeño directo, casi brusco.
En Cartagena fuimos a un teatro donde solo iba la “chusma”. Por el altoparlante solicitaron un médico que asistía a la película; en eso la audiencia gritó: “No está. Está cagando”.
Un mes anduvimos a dedo y con poca plata por este fascinante país, tan poco conocido por los panameños, a pesar de tener ambos historias y culturas compartidas de vieja data.


